domingo, 12 de octubre de 2008

VISTE?

Caminando por las calles de Buenos Aires me di cuenta de que existe otro mundo. Raro, incierto, alienado, bizarro y particular. Un mundo de gente que habla sola, de gente que viaja y no llega nunca.
Caminando por las calles de Buenos Aires me di cuenta de era el único que aún podía ver.

SUEGRA

Nunca había dicho tanto sin decir nada. Nunca.
El silencio tiene un poder especial para hacer que ella entienda que debe callarse.

EL ASUNTO DEL PANCHO

Cuando me asome por la ventana del tren vi como el puesto de panchos se caía lentamente. No desde una perspectiva visual ni una construcción poética, ni una forma de imaginar la escena. El carro de panchos se desmoronaba despacio, literalmente, pero no pude por mi posición seguir mirando.
El nene de la remera roja pasó corriendo, detrás la madre lo seguía en un trote agitado golpeando con las rodillas las bolsas que llevaba en las manos; tratando que el cinto del vestido siguiera donde ella declaraba que alguna vez había tenido la cintura. El delante, corriendo. Ella, detrás gritando. Me contó un vecino, cuando llegue a casa, que desde el vagón donde viajaba él, pudo verlo todo. El chico pasó corriendo, la mamá pasa junto al carro de panchos y pega con la frente en la sombrilla del panchero. Ella suelta las bolsas para tomarse la frente pero sin dejar de moverse tratando de parar a su hijo. El panchero, sorprendido, no atina a moverse porque en una mano tiene un pancho y en la otra mostaza. Así, inmóvil, ve como el carro se balancea. El frasco de los ajíes vuela por el aire y salpica a dos clientes, los mismos que esperan el pancho que tiene entre manos el dueño del carro. La situación lo decide, suelta pancho y mostaza tratando de sostener las gaseosas que se balancean. No puede. Caen y explotan. En un instinto natural el panchero salta hacia atrás y sin quererlo con el pie golpea una rueda del carro que se cae sobre el lado izquierdo; en una catarata de sabores se caen las papas, el ketchup, la mayonesa, el tomate, las servilletas, el agua caliente y las salchichas pendientes. Seguramente la presión sobre la otra rueda era enorme- supone mi vecino que sigue contando- porque inmediatamente se sale y el carro otra vez se va de costado apoyando con fuerza su estructura en el piso. La sombrilla se cierra inexplicablemente, los dos clientes que esperaban, antes manchados con ajíes ahora reciben la caída de los alambres y la lona. Se agachan, se mueven, resbalan. Un policía se acerca, la gente se detiene y mira. Dos perros se roban las salchichas del piso.
La señora, la mama, finalmente alcanzo al nene de rojo. Caminan juntos por el anden. Ella lo lleva del brazo casi suspendido en el aire, retándolo, gesticulando. Pasan por el costado del carro de panchos y los restos de batalla contra el equilibrio. El panchero la mira esperando una respuesta, una explicación, una disculpa aunque mas no sea. Ella no parece verlo. Pasan sin inmutarse metidos en sus propios temas.
El tren empezó a moverse- agrega mi vecino, buscando explicar el fin abrupto del relato- y ya no pude ver mucho mas, solamente te digo que tu hijo y tu señora hicieron un hermoso desastre en esa estación.