El
aire apenas se movía, casi no había viento, ni un suspiro que hiciera correr
los pensamientos. Era una brisa suave pero constante que soplaba discreta hacia
la ciudad, matizando el calor del sol que estaba ya en retirada.
Parado sobre la Via Mura podía ver a lo lejos como se recortaba la silueta del
castillo sobre el cielo apenas oscurecido. El mar se movía tranquilo a la
izquierda y en todo el resto de la imagen el paisaje, seco, agresivo,
encantador, de Sicilia lo cubría todo. La piel de piedra de la ciudad se debatía
en esos tonos anaranjados que me habían apasionado desde el primer atardecer,
tres días atrás.
Como cada día, desde que el destino y el ferry me depositaran en el puerto,
caminaba a la hora señalada a la Muralla para asistir al duelo arreglado entre
el sol y las estrellas. El sol moría inevitablemente, o se dejaba morir, como quería
el poeta de vino tinto en botella sin marca que cruce ahí mismo, en la arcada
de piedra con la reja a medio abrir, la primera tarde.
Esta muerte es la única que tiene sentido, me dijo.