viernes, 30 de diciembre de 2011

Si

Hacia frio en Praga ese invierno, lo recuerdo especialmente, no por el frío, que en invierno es lógico y es siempre Praga; se quedo trabado en mi memoria porque lo único que podía hacer era caminar de mesa en mesa, de bar en bar, de sótano en sótano tratando de encontrar algo que me era imposible definir. Hacía frio y la nieve se apretaba en las calles intentando cortar el paso de la gente una y otra vez, el tranvía que asomaba por Nerudova y después giraba invisiblemente a la derecha camino al Nove Mesto parecía flotar sobre una nube de espuma blanca. Me refugiaba entre las mesas de los bares que guardaba la galería camino al puente de Carlos, por más abrigado que estuviera cada vez que trasponía una de las arcadas de la galería sentía el ardor del frío en la cara. Frío, unos pasos, mucho mas frío, unos pasos, frío otra vez y así hasta que me decidía a entrar y pedir algo en la mesa mas oscura que pudiera encontrar.

Al principio cruzaba el puente con el primer impulso y mientras el viento que vagaba libre sobre el moldava se empeñaba en sacudirme la gorra, el saco y los cabellos, caminaba y contaba con detenimiento los barcos y los botes que se animaban a surcarlo. Cuatro, nueve, once. Al otro día repetía el recuento. Cuatro, nueve…nueve. Del otro lado ya, me bajaba las solapas del abrigo y por Markova subía hasta la plaza para darle un par de metódicas vueltas y después sentarme frente a la vidriera, del lado de adentro claro, de una librería de libros usados que estaba en la misma vereda que el reloj astronómico. Podía pasarme horas ahí. El dueño era, extrañamente, chino y tenía la rigurosidad oriental del silencio asi que aprovechándome de eso y del hecho de que jamás me diría que me fuese, me instalaba horas y horas apenas apoyado sobre el vidrio helado y sentado sobre la madera que hacia de base a la vidriera. Pasaban los días y leía y releía antiguas versiones de libros gastados, Twain, Mankiewickz, Chejov, Verne con tapas rojas y filigranas de oro, Salgari en checo y con dibujos en tinta y un Dostoievsky en tamaño descomunal. Como dije antes el dueño de la librería era chino y eso parecía ser también extraño para todos los que entraban al negocio. No bien traspasaban la puerta se me acercaban, a mi puesto en la vidriera, y me preguntaban por un ejemplar en especial, por un consejo o simplemente por un autor en particular. Suponían seguramente que el chino, el verdadero dueño, era mi empleado. Al principio, sonreía amablemente y me excusaba explicando la situación, obviamente sin la referencia a la paciencia y el silencio característico de los chinos y mi insobornable desfachatez de mantener un absurdo tan absurdo en un equilibrio semejante. Con el paso de los días me canse de explicar y sonreir y comencé a limitarme a señalar el estante donde estaba lo que buscaban, luego ya pase a una nueva etapa de hartazgo y si bien seguí señalando, mudo, solo apuntaba mi dedo a donde el chino estuviera. No tuve demasiadas muestras de inconformismo con mi sistema aunque algunas mujeres salían insultando por el maltrato recibido.

De repente un día llegué a la plaza con aires renovados, sin tener un motivo concreto y real, pero igualmente me sentía distinto, mejor, diferente; así que cuando entro el primer cliente a la librería no solo no apunte con mi dedo como venía haciendo sino que me levante de mi espacio y mientras el chino me miraba petrificado con el plumero en la mano derecha y un pequeño tomo del “Diccionario Filosófico” de Voltaire en la izquierda, acompañe a un turista americano de bigotes a buscar “La Condena” de Kafka. Por cierto un clásico del negocio y que por ser el autor nacido en Praga y venerado casi exacerbadamente estaba siempre en stock , aunque los libros ofrecidos no fueran usados ni antigüedades en realidad, pero se parecieran tanto que se vendían como tales. El hombre eligió su ejemplar, lo examino y me pidió precio, me giré ininmutable y dirigí mi mirada al chino que seguía inmóvil, plumero y Voltaire en mano. 2000 coronas, dijo.

Mire entonces al turista que había escuchado claramente, reviso otra vez el libro y saco los billetes de su bolsillo.

Después de mi primera venta y cuando el comprador ya se había retirado. Volví a mi habitual vidriera a seguir recorriendo las paginas de un minúsculo libro verde ,en ingles, llamado “la Familia del Instructor” de Daniel Dafoe, el mismo y venerado autor de “”Robinson Crusoe”. El chino me miró un instante mas y diciendo (o maldiciendo) en chino se dio vuelta y siguió limpiando. Ese día atendí amable y exitosamente a 5 o 6 personas más. Para cuando estaba ya en mi cuarto cliente, el dueño de la librería dejo de detenerse en sus tareas cada vez que alguien entraba y caía en mis manos de vendedor novato, dejó de hurgar con curiosidad mis habilidades y destrezas (o la falta de ellas) y se limitó a gritar, de espaldas, sin mirar siquiera ni a mi ni al ocasional cliente, los precios de los libros que me pedían. La última clienta en entrar ese día iluminó los oscuros estantes de roble con su presencia. Traía un halo distinto, una sonrisa que no encajaba en la lluvia que se despeñaba afuera. Estaba un poco mojada pero el paraguas enorme que llevaba le había ayudado a mantenerse todavía radiante. Lo sacudió ni bien paso la primera puerta y las gotas salpicaron el vidrio de la segunda entrada, me sobresalte porque sabía lo que eso enloquecía al chino en su búsqueda de la perfección y el equilibrio universal inmaculado. Ella se dio cuenta de que había perpetrado un atentado criminal contra miles de años de tradición oriental y trato con la mano de secar las gotas pero solo pudo agrandar la herida en el impoluto vidrio del local. El chino desde el fondo sufría y se retorcía internamente con cada movimiento de la mano de la mujer sobre el vidrio y las gotas asesinas. Sin embargo no se movió, no hizo gestos, no pronuncio palabras ni dejo escapar sonidos que hicieran siquiera suponer su desesperación. Le hice señas a la mujer para que avanzara. Paso la puerta y al fondo el chino soltó el plumero en el piso, dejó caer los hombros y dándose media vuelta atravesó el cortinado que dividía el salón de la oficina. En el local mi clienta acomodó el paraguas entre el marco de la segunda puerta y la pared y siempre sin dejar de sonreír pregunto por “Los Miserables” de Victor Hugo, antes de que pudiera terminar de hablar me di vuelta y comencé a dirigirme al estante donde estaban los autores franceses pero su voz me detuvo cuando advirtió. En francés por favor, si lo tuvieran, es que mi prima se rehusa a leer traducciones. Me quede petrificado porque lo que parecía inicialmente un simple trámite, que me permitiría comenzar una conversación más interesante en cuestión de minutos, se había transformado casi en un imposible. No teníamos (no tenia el chino en verdad) libros en francés. Estaban todos en Checo, algunos en Ruso, en Ingles y hasta unos libros en Mandarín que juntaban polvo desde hacia años. Intente continuar con mi racha positiva de vendedor y la tente. Conan Doyle en Ingles? Kafka en Checo? (allí sonrió para hacerme entender que no pretendía tamaña obviedad), Dostoievsky en Ruso?. No dijo nada y nos quedamos mirando. No, definitivamente Victor Hugo y en Francés. Repitió. El chino desde el fondo grito que seguramente podría conseguirlo, “mañana, mañana” insistió. No hizo falta que repitiera. Había quedado claro. Sumamos dos o tres palabras a la situación y me comprometí a hacer todo lo posible para tener al día siguiente el libro que buscaba; como si de mi dependiera semejante milagro editorial. La vi irse, esta vez con el paraguas cerrado aunque seguía lloviendo suavemente, camino al río y al puente de Carlos, supuse. Fui hasta donde estaba el chino acomodando libros, en vez de volver a mi puesto habitual en la vidriera, me pare frente a él y solo con mirarlo supo que tenia que darme una respuesta, explicarme porque había prometido algo que seguramente no podría cumplir. Nos quedamos frente a frente largo rato, en silencio. Por mi parte ya había tomado partido por esa clienta, aun sin conocerla, me estaba preocupando verdaderamente por ese libro y había hecho de “Los Miserables” en francés una cuestión personal. En la Isla de Kampa, al final de la calle sobre el río, antes de llegar al parque hay una pequeña casita roja, allí vive mi primo. Si el no tiene el libro lo conseguirá…o lo inventará. Me dijo. Y cuando va a buscarlo? Pregunte. Yo no lo busco, me dijo, búsquelo usted, es su clienta, es su libro.

Me senté entonces nuevamente en mi lugar de siempre pero no podía concentrarme en la lectura, el libro de Dafoe ya no me interesaba. Ahora Victor Hugo ocupaba mi cabeza, Victor Hugo, el primo chino del chino y el chino mismo.

Al día siguiente, en la mañana, baje desde El Castillo, a donde había ido a comprar una especie de factura típica, una masa azucarada que se envuelve sobre un cilindro de madera y se cocina a la llama, cuando esta dorado se saca de la madera con una pinza, se espolvorea con canela y se disfruta serpenteando entre las escaleras que bajan al barrio judío. Llegué abajo cruce el puente y me sacudió el viento que se arrastraba helado por sobre el agua. Seguí un poco más y decidí tomar el tranvía hasta el puente de carlos para llegar más rápido a buscar el misterioso ejemplar en francés. Me senté junto a la ventana y me dejé convencer por las imágenes que se transparentaban por el vidrio empañado de que Praga es una ciudad bonita, al menos desde esa vista y por esos rumbos. Los edificios prolijos, las fachadas con bajorrelieves, arcadas, figuras doradas, gigantes sosteniendo balcones, héroes barbados guiando ejércitos, mujeres celosas mirando el destierro. El tranvía se detuvo y casi pierdo mi parada, bajé, atontado, tratando de reordenar mi cabeza y rebobinar el hilo de pensamientos que se me había escapado. Crucé la calle y pasando la primera puerta del Puente de Carlos baje a la derecha. Seguí la calle paralela al río, pase un par de hostales, unos cuantos bares y llegue a la casa roja. Era pequeña, con una sola puerta y una pequeña ventana que daban a la calle. Estaba prolijamente pintada y si no fuera por una esquina donde se unían el techo y la pared derecha podría haber pensado que siempre había sido roja. Sin embargo en esa esquina aun podía verse la base de lo que alguna vez fue una casa verde. Estaba todo completamente cerrado pero desde el timbre una pequeña pintura de un dragón amarillo me hizo sentir confiado y toqué. Espere un rato sin respuestas y volví a insistir, el resultado fue el mismo. Contrariando esa reflexión que dice que si uno repite una acción y obtiene siempre el mismo resultado no puede pensar en que si sigue haciéndolo obtendrá algo diferente acerqué mi dedo al dragón amarillo y casi pidiéndole disculpas , en silencio, apreté el timbre de nuevo. No hubo respuesta, nada, ni un sonido, ni un movimiento, ni una esperanza con la forma mezquina de un eco. Nada. Supuse que no había mas remedio que seguir camino a la librería y hablar con el dueño y explicarle que su primo no estaba o al menos no atendía. Suponía que la mujer, mi clienta, pasaría por el negocio mas o menos a la misma hora, eso era pasado el mediodía, aun había tiempo. No llovía.

Empecé a caminar hacia el puente para poder cruzar al otro lado y cuando no había hecho mas de 10 metros de la pequeña casa roja distinguí un hombrecito que caminaba semi agachado, envuelto en una larga campera gris, enfrentando el viento que le sacudía la bolsa de cartón que llevaba casi arrastrando en su mano izquierda, a medida que se acercaba podía distinguir los rasgos de del milenario imperio de la muralla en su rostro. Me paré a esperarlo y confirmar mientras pasaba a mi lado que era sin dudas chino, o al menos japonés, que para el nivel occidental de conocimiento representa casi lo mismo. Paso a mi lado, sus ojos rasgados me dieron la confirmación de lo que suponía y cuando puso la llave en la puerta de la pequeña casita roja me asomó una sonrisa. Espere a que entrara, no quería asustarlo ni sorprenderlo. Espere unos minutos al rayo tibio del sol que estaba empezando a aparecer y toque por cuarta vez el dragón amarillo que sonreía en el timbre. Tardó un buen rato en asomarse pero no me preocupó. Sabía que estaba adentro asi que era una cuestión de tiempo y suerte; tiempo para que saliera, suerte que necesitaba para evitar algún trágico accidente del primo chino camino a la puerta de calle. Afortunadamente llego sano y salvo, escuche el sonido de sus pantuflas arrastrándose por lo que imagine seria un pasillo. Las pantuflas se detuvieron y le dieron paso al sonido de la llave entrando en la cerradura, el metal empujando los pestillos, girando en el tambor reseco, arrastrando resortes, hasta que entreabrió la puerta y por la rendija que quedaba entre el marco y la puerta misma me miró con un solo ojo. Le sonreí y nos quedamos tontamente en silencio. Me di cuenta ,en el letargo de la situación, que correspondía que yo hablara. Había llegado hasta ahí para algo, era necesario explicar el porque. No puse demasiadas palabras y fui directo al grano, estaba tan preocupado por conseguir el libro de esa mujer que olvide mencionar lo que buscaba. Me referí casi desesperadamente a Victor Hugo y al francés. Cuando me di cuenta de que seguramente no entendía de lo que hablaba puse un freno a la catarata de palabras que se caian de mi boca. Me detuve y recomencé la historia, esta vez explicando que su primo, el dueño de la librería de libros usados me había pedido que pasara por su casa porque necesitábamos conseguir un libro para una clienta muy importante. De ese libro y de cumplir el deseo de esa bella mujer (creí oportuno asumir que este y los demás adjetivos que vendrían me ayudarían a entusiasmarlo y comprometerlo en mi lucha) dependía el futuro de la librería ya que ella era uno de los mas reconocidos clientes que tenia. El libro en cuestión era “Los Miserables” de Victor Hugo, pero en francés le recalque, en francés porque eso es lo que nos hará destacarnos entre todas las librerías de usado de Praga (otra vez me pareció oportuno sumar pompa para obtener un mayor compromiso). El viejo chino seguía mirando con su ojo por la brecha que dejaba su desconfianza en la puerta. Cerró y sonreí, pensé que seguramente acercaba la puerta al marco para poder sacar la cadena que la trababa y limitaba nuestra conversación. Estoy mas cerca del libro pensé. Pasaron los minutos y la puerta no volvió a abrirse, contuve mis ganas de golpear con mi dedo el dragón amarillo del timbre otra vez, seguramente ya volvería, estaba convencido de que había cerrado solo para volver a abrirme. Los minutos se siguieron sumando y nada ocurrió. Me decidí entonces y frustrado apreté con fuerza el dragón, pude escuchar el ruido intenso dentro de la pequeña casa. Ya no me importaba molestar al primo chino, estaba molesto con el, no podía haberme dejado en la puerta , solo , sin decirme una palabra y lo que era peor; la idea de no conseguir ese libro me estaba enloqueciendo. Escuché otra vez las sandalias arrastrándose por la casa hacia la puerta, me acomodé lo mejor que pude para demostrar con mi presencia que lo mío venía en serio. Esta vez el chino abrió la puerta por completo. Quedamos enfrentados, separados por 50 centímetros del aire mas tenso que pudiera haber y un felpudo gris. Nos miramos unos segundos, empecé a cuestionar el porque no me ayudaba. Al instante empezó a mover los brazos y las manos frenéticamente, expresando un gran “no” y largo con una repetición eterna de “no ingles, yo no ingles, no ingles!!” me callé e intente atrapar alguno de sus brazos para que dejaran de moverse pero fue inútil. Espere que se quedara quieto. Nos quedamos otra vez en silencio e inmóviles. Comprendí que no todo estaba perdido y fui preguntándole para ver que idioma nos podía servir de puente entre mi desesperación y su posible solución. Llegamos al checo, tal como yo imaginaba y temía. No dominaba demasiado el idioma aunque estuviera en Praga hacia ya un buen tiempo, no lo necesitaba realmente y me sonaba tan confuso y complejo que apenas lo había intentado alguna vez mas allá de las palabras y frases mas básicas que significaban la diferencia entre la vida y la muerte.

La mujer de la librería parecía tener un poder especial sobre mi porque sin estar presente estaba logrando poner a prueba mi checo mas fluido y lo que era aun peor, me obligaba a esforzarme tanto que me dolía la cabeza. Hilvane un par de frases seguramente con los tiempos verbales equivocados pero por la cara del chino pude interpretar que de alguna forma estaba entendiendo. “Victor Hugo” repitió conmigo “Victor Hugo” y asentimos los dos, sonreí porque no podía creer que lo hubiera logrado, en mi rudimentario y maltratado checo estaba consiguiendo transmitir una idea tan compleja. Y, afortunadamente, la esperanza de que la mujer de la librería se fijara en mi otra vez seguía viva. Nos quedamos en silencio unos segundos mas, mirándonos, yo sonreía o pretendía hacerlo, el me miraba sin demostrar emoción alguna. No, Victor Hugo, no. Lo escuche y mi cara se transformo. Supongo que habre pasado de la sonrisa a la ira porque el chino se hizo un paso atrás y abrió los ojos como si estuviera esperando un golpe de karate. Avance ese paso para recuperar el terreno perdido y presionarlo de nuevo. Como que Victor Hugo No? Su primo dijo que lo tenia o lo hacia.! Le grité. Hizo un nuevo paso atrás y cubriéndose con la puerta entreabierta me dijo. Hago, si…hago, no ahora. Victor Hugo para miércoles. Cerró la puerta y escuché como ponía media docena de trabas. Estábamos en lunes, pasarían dos días hasta que tuviera mi libro…mejor dicho…su libro, no me pareció demasiado tiempo y casi volví a sonreir de nuevo. Me puse otra vez en camino a la librería, seguramente ella pasaría a buscar el libro.

No llegué a tiempo, apenas entre en la librería el dueño me dijo que ella acababa de irse. Había preguntado por mi y por el libro. Me asegura que lo hubiera hecho en ese orden y el chino me lo aseguró mientras se iba refunfuñando con el plumero en la mano a sacudir el encierro de la estantería de Dickens.

Todo el martes estuve desde temprano en la librería. Ella no paso. Al principio me sentí frustrado, había ensayado todas las frases, explicaciones y variantes posibles para una conversación que seguramente se iba a dar, pero no se dio. Finalmente, a las 6 de la tarde mientras todos los turistas se arremolinaban por enésima vez frente a las figuras móviles del reloj astronómico y el dueño cerraba el local la vi pasar. Yo salía, tratando de acomodarme el abrigo y mientras luchaba con la bufanda pude verla caminar hacia la Iglesia de Tyn. Me acomodé como pude y salí detrás. Cruce la plaza, siempre detrás de ella, llegamos a la iglesia que esta extrañamente escondida entre pasillos de una galería, bares y una calle sin salida. Equivoque la entrada y termine en una tienda de souvenirs, pregunte donde estaba la entrada a la iglesia y llegué. No podía verla, había mucha gente, algunos sacaban fotos, otros rezaban (los menos). Después de un buen rato la divise parada junto una estatua de San Pablo. Parecía mirarlo con dedicación. No quise interrumpirla y me quedé afuera, lo suficientemente adentro como para que no pudiera irse sin que la viera. Unos veinte minutos después comenzaron a cerrar la iglesia, los turistas y los locales comenzaron a salir en tropel por la puerta estrecha pude notar que ella se sumaba a la cola y aproveché el tumulto para hacerme uno mas en busca de la salida. Nos chocamos y no me reconoció, la mire esperando una palabra o un gesto pero en cambio dio vuelta la cara para seguir adelante y esquivar a una mujer que se detuvo en medio del pasillo a calmar a su bebe que lloraba en el cochecito. Esquivó la nena del llanto y la perdí, no pude volver a encontrarla. Casi llegando al otro lado de la plaza volví a verla. Troté despacio hasta ella para no asustarla y cuando la tuve al lado y mientras respiraba agitado le dije que para mañana tendría su libro. Se detuvo, me miró sin comprender y mientras seguíamos mirándonos pareció encajar en su mente el rompecabezas de mis palabras, mi cara y la sorpresa. Me sonrió y sonreí aun más. EL libro en Frances? Me pregunto tímidamente tratando de saber si no estaba equivocándose de persona. Si, si, Victor Hugo…Los Miserables…en francés. Ya lo conseguí.

No pareció verlo como una gran hazaña porque me dedico una sonrisa comprometida y me aseguro que entonces pasaría al día siguiente por el local. Cinco segundos después se había ido y yo seguía parado en el mismo lugar.

El miércoles temprano fui hasta Kampa a buscar el libro prometido, golpee despacio un par de veces y como no tuve respuesta seguí golpeando, cada vez mas fuerte, cada vez mas preocupado. Decidí dejar pasar un rato y volver después seguramente el chino ya había salido, como la primera vez que lo ví, y volvería en un rato.

Fui a comprar un dulce típico, una masa con canela enrollada sobre un redondel de madera que se pone al fuego y se carameliza por fuera. Hice la cola, espere mi turno, pague y camine por las calles un buen rato tratando de controlar mi ansiedad. Un buen rato después nuevamente me pare frente a la casita roja y comencé a llamar. Pasaron los minutos y seguía sin respuesta, acerqué el oído a la puerta y no escuche nada, seguramente la casa seguía vacía. Así pasó la mañana. La casa vacía, sin respuesta, yo desesperado. Corrí a la librería y ni bien entré al negocio el chino, el dueño, me detuvo. Nunca mas vaya de mi primo a pedir libro, no ,no…el no quiere verlo, tiene miedo de usted. Usted loco? Lo miré sin entender pero después fui recuperando la memoria de mi visita a la casa de su primo, seguramente mi cara desencajada había sido demasiado para ese pobre hombre. Me disculpé, sinceramente y trate de explicarle. El chino no quiso escucharme, se dio vuelta y camino hacia el fondo del local. De pronto se detuvo y sin darse vuelta me gritó que su primo había traído el libro personalmente y que la mujer ya había pasado a buscarlo. Se me detuvo el corazón, se me salieron los ojos, se me erizaron los pelos, se me cortó la respiración. No quería comprenderlo. Pregunté y pregunté, una y otra vez. Había sido asi. La sucesión de hechos lo demostraba. El primo chino trajo el libro, la clienta paso a buscarlo, yo no estaba, se lo llevo. Me quedé petrificado, desahuciado. El chino siguió avanzando hacia la estantería de Oscar Wilde. Otra vez sin darse vuelta me gritó. Preguntó por usted y por el libro. Solo estaba el libro. Dijo. Imaginé que se reía, a mi no me causó gracia aunque debí admitir luego que la broma era sutíl pero buena.

No tiene demasiado sentido pasar revista de los reproches que me hice a mi mismo, a mi carácter, a mi intolerancia, al chino, al primo chino, al karate y a Victor Hugo…especialmente a Victor Hugo. Salí a caminar para despejarme. Decidí ir caminando hasta el castillo, el viento frío en la altura me vendría bien. Bajé hasta el puente de Carlos y casi a mitad de camino la ví. Estaba parada frente a la estatua de San Nepomuceno esperando su turno para tocar las dos figuras de bronce que están debajo del santo y dicen que traen suerte. Seguí caminando tranquilo, había varias personas delante de ellas y hasta que cada una cumplía con el ritual de la foto se hacía larga la espera. Me pare detrás y espere que pusiera sus manos en las imágenes del santo cuando es lanzado al río. Cumplió el rito y se hizo para atrás en pasos cortos. Me chocó otra vez, giro para pedirme disculpas y su pelo me dio de lleno en los ojos. Se puso roja, me pidió disculpas otra vez, en la mano llevaba un pequeño libro de tapas azules. Les Misérables, de Victor Hugo. Sin agradecerle la disculpa le dije. No pude llegar a tiempo para entregarte el libro personalmente, estuve esperando toda la mañana a que me lo dieran sin saber que la persona que lo tenia ya lo había llevado al negocio. Fue complicado encontrarlo pero lo logré. Sonreí como para cerrar el concepto y esperar una respuesta similar, un agradecimiento. En cambio ella me miró extrañada, se quedo callada y mientras buscaba en su memoria empezó a doblar las puntas de las primeras hojas del libro. Le miré las manos tratando de que sus ojos me siguieran, que no hicieran falta palabras y se diera cuenta de lo que hablaba. Bajó la vista pero no pareció comprenderlo. Seguimos mirándonos y entonces ella decidió que ya era hora de irse. Hizo unos pasos para atrás y me agradeció; aunque pude darme cuenta de que sus palabras estaban vacías. No tenía idea de que estábamos hablando. La miré caminar hacia Mala Strana. Teóricamente yo iba para el mismo lado pero mis piernas se quedaron quietas. Tuve que hacerme a un lado cuando dos alemanas redondas me empujaron para tomarse una foto con San Nepomuceno y su historia hecha estatua. Me quede parado soportando a los turistas y el viento helado, los primeros mas molestos que el segundo. Paso el rato y cuando recupere la conciencia decidí que ya no iría al castillo, que no volvería a la Librería tampoco. Bajé del puente rumbo a Mala Strana y camine sin detenerme hasta el Barrio Judío, sin saber porqué sin preocuparme por tenerlo claro, tampoco. Llegué con las últimas luces de esa tarde fría. Me pareció verla caminar por el Pariska y me apuré para tratar de detenerla otra vez, iba a insistir de nuevo con mi historia, con el libro, Victor Hugo y el Chino, estiré el brazo le toque dos o tres cabellos rubios que flotaban sostenidos por el viento y la velocidad de sus pasos; repentinamente me arrepentí, recogí el brazo inmediato, me di vuelta y como un autómata del fracaso y de la esperanza al mismo tiempo caminé exactamente en la dirección opuesta. Doblando la esquina, a través del reflejo que me devolvía una vidriera de perfumes, me pareció ver que se detenía, se daba vuelta y miraba atrás. Seguí camino y me perdí. Mañana en la librería, otra vez los dos seriamos los mismos de siempre.