Lo
que había sido una leve brisa, casi un suspiro resbalando en la superficie del
mar, intentando sin éxito levantar, empujar, los ínfimos granos de esa pesada arena
blanca del caribe; ahora se había convertido en un consistente viento del
oeste. El viento estaba empecinado en marcar presencia y dejar en claro que
había llegado para cambiarlo todo.
El mar se había encrespado, las pinturas turquesas y celestes de sus aguas ya
no reposaban suaves, ahora se salpicaban de crestas blancas que parecían las
alfombras móviles de un sistema sin fin.
Nosotros hacíamos lo mismo de siempre. Mirábamos el mar, las gaviotas, algunos
pelicanos, que hacían variar el espectáculo. No mucho más.
Mi amigo, Sergio, y yo estábamos estancados, inmóviles, imposibilitados por algún
motivo extraño, de abandonar la isla donde habíamos aterrizado 20 días atrás. Habíamos
llegado, cumplido los días que planeamos cuando proyectamos nuestro viaje pero
aun hoy, cuando ya deberíamos habernos ido hacia mucho, seguíamos acostándonos
con la promesa de que el siguiente seria nuestro ultimo día. Sin embargo nos
levantábamos cada mañana como si nuestros cuerpos fueran de hierro y la isla un
enorme y poderoso imán.
Todo en este viaje había sido un caos. Lo que había sido un recorrido por tres
países, varias ciudades y los sitios arqueológicos más importantes de América
había quedado sepultado bajo el influjo de una pequeña isla, un sol implacable
y un mar encriptado en los tonos más creativos de la naturaleza.
Pido disculpas a quien lee por la digresión pero creo que es muy importante,
siempre, conocer el contexto de lo que uno lee y más aun de lo que se dice.
Decía entonces que el viento cambio.
Nosotros, mi amigo Sergio y yo, estábamos en la playa viendo la gente pasar,
quedarse, nadar, seguir camino. Sin embargo nos había atrapado la vista y la
atención una mujer. Era joven, pero no tanto, posiblemente pareciera de menor
edad (eso a juicio de Sergio), con una bikini blanca, el pelo negro, largo y un
cuerpo perfecto. Siguiéndole los movimientos podía uno conocer como se movían
los músculos más pequeños del cuerpo humano. Iba a la derecha y los muslos se
tensaban y estiraban en movimientos perfectos, poniéndose levemente
rectangulares cuando se tensionaban y redondos y hermosos al flexionarse. Lo
mismo pasaba con sus hombros, sus nalgas o el movimiento particular de sus
abdominales perfectamente marcados. Le hice un comentario al respecto a Sergio,
innecesario, como era pedirle que se fijara en ella y me hizo notar,
fastidiado, la presencia de su marido, su novio o su pareja. Un hombre que no
parecía coincidir en nada con ella. Panzón, el pelo raleado, la piel ajada, la
mirada triste, la sensación de no saber que hacia ahí y una malla blanca que le
pasaba las rodillas, completando un cuadro desolador.
Seguramente tiene plata-dije- no hay otra explicación.
Un comentario sexista, discriminador, pero no por eso menos valido y que
justificaba toda la inacción que nos mantendría donde estábamos.
Ella contradice tu teoría –continúe, mientras Sergio me miraba entendiendo que
su postulado corría riesgo . Dudó un instante y lo defendió como pudo.
Es la excepción –dijo- que está confirmando la regla.
La regla, el postulado, la observación a la que Sergio se refería decía que el
hotel de la isla, el que dominaba todo el sitio, no el que ocupábamos nosotros
con nuestras extendidas y proletarias vacaciones sin final; sino el hotel donde
estaban los turistas que importaban, los que tenían verdadero valor monetario y
social, era “un colapso de gente fea y alcohólicos sociales”. Es importante
notar que la realidad tiene tantas facetas como uno quiera encontrar y
generalmente terminamos adaptándonos y aceptando lo que no podemos cambiar.
Digo esto porque restringidos como estábamos en dinero, como ya comente, faltos
de iniciativa para volver y empecinados en estirar esta vida de playa y sol
habíamos encontrado en la simpatía de Sergio el mejor instrumento de supervivencia.
Nunca fui alguien demasiado sociable, puedo ser amable, hasta entretenido a
veces pero no me caracterizo por ser un cultor de las relaciones. Quedaba
entonces la sonrisa de Sergio para conseguirnos el sustento diario. Mi amigo se
pasaba buena parte del día conversando, riendo, tomando y comiendo de la mano
de señoras mayores, solas, divertidas, borrachas, ricas y…feas, todo en ese
estricto orden. La mayoría de las veces nos pasábamos el día rotando en esos
grupos de mallas enterizas, pelos teñidos y billeteras flojas. Digo nos
pasábamos porque la mayoría no hablaba castellano y Sergio no puede pronunciar
nada en ingles sin producir un sonrisa en quien lo escucha. Entonces mis
servicios de traductor hacían falta para redondear el sistema. La tarea no era
placentera, aunque debo ser honesto y decir que de no ser por nuestro interés
que teñía todo de un gris espeso podría aceptar de buena gana una conversación
fortuita, en un tren, en un ómnibus o cualquier situación que me asegurara
inicio y final, con cualquiera de esas señoras. Así estábamos entonces, con esa
mezcla insípida de entretenedor y gigoló de playa con la que Sergio mantenía
nuestra estadía y yo aceptaba, consciente de que prefería pagar el precio de no
levantar demasiado la mirada antes que volverme.
El viento cambio, en eso estábamos, la mujer bonita, atractiva había absorbido
la mirada de todos como si fuera una esponja y nuestros ojos dos gotas de agua.
El que suponíamos era el marido miraba, mientras, apoyado en la barra del bar
de madera. Tomaba junto con un grupo de silenciosos y aletargados alemanes
reticentes al sol. Estaban todos, eran unos 10, apostados junto al barman,
pidiendo y tomando sin pausa. Como hacen las gentes que vienen de países de un
frio intenso cuando llegan al trópico. Se acodan en la barra del bar, se cubren
de protector solar y se dejan desaparecer entre la sombra y el vodka.
Seguramente tiene plata, no hay otra. Insistió Sergio.
Repentinamente el viento cambio de repente otra vez y las tablas que
rústicamente hacían de alero del bar se desclavaron y como si fueran las aspas
de un gran molino batieron hacia abajo golpeando a una señora de lentes que cayó
al suelo, un hombre de barba que termino con la cabeza sangrando, a uno de los
mozos que salvo su mano de milagro y a todos los demás que estaban allí sobre
las maderas. Todos ellos estaban, en ese momento, junto al marido de la mujer
esponja, todos sufrieron las consecuencias del cambio del viento y también la
desgracia que eso trajo. Todos excepto él que seguía unos pasos más atrás
mirando la escena y tomando inmutable lo que parecía ser un daiquiri.
Tiene mucha suerte– dije sin dejar de observar el destrozo que había producido
el viento.
Si, también tiene eso… – respondió Sergio mientras se daba vuelta y recorría resignado
por enésima vez el camino a la cancha de vóley por la arena. Lo seguí. Unos
metros más allá nos cruzamos con dos alegres señoras danesas que nos sonrieron
y nos invitaron a pasar por su sombrilla mas tarde. Caminamos un poco más hasta
que nos detuvimos a la sombra fresca de una palmera enorme. Nos miramos y
comprendimos que nunca tendríamos a la mujer esponja ni la plata ni la suerte
de su marido. lo único que nos quedaba por hacer, era abandonar esa isla y
dejar que el viento se llevara la pena que dábamos.