martes, 10 de enero de 2012

Mi Abuelo

Quiero advertir que estos son solo recuerdos, aunque no por eso valen menos. Son pequeños retazos de conversaciones que me fueron quedando en la cabeza, dando vueltas, durante años…como si fueran satélites en órbita a un planeta que ya no esta. Como todas esas latas que surcan el espacio; las frases, las palabras, fueron cayendo irremediablemente al mar, un mar de letras, un océano de acentos, comas y mayúsculas. Revolviendo en el fondo de este mar que es mi cabeza alcance a rescatar tres historias simples y pequeñas.

Caballos Negros

Una carroza, negra, seis caballos con el color oficial del luto era el capital de su familia.
El trabajo no era mucho, la población no era mucha tampoco y en esa complicada balanza de los que nacen y los que se mueren iban ganando los que nacían. Más trabajo para después, habría que ver, solamente, quien resistía mas.
De todas formas tenían la carroza y los caballos negros y hacían los últimos viajes de todos los habitantes de la zona.
Con el tiempo y los avances que iban llegando los vivos ya no querían que los muertos se fueran a su última morada como siempre, ahora pedían modernidad, pompa y todo el lujo que pudieran pagar. Entonces digamos que el destino les cambio la carroza por un Chevrolet negro 12 cilindros, largo y grueso como un rio oscuro. De ahí que la cosa cambiara tanto que todo se vistiera de orgullo. Me contaba como sonaba, lo que se sentía cuando la maquina empujaba las ruedas pesadas para moverse dejando atrás las frustraciones, el poder ahora estaba en un pedal; mirá vos…una chapita larga colgando de un hierrito y cuanta diferencia. Ahí si le tocó manejar y dejar de acompañar con cara de circunstancia. Empezó casi sufriéndolo pero al poco tiempo se dio cuenta de que lo que alguna vez había escuchado “uno termina acostumbrándose a todo” era cierto. Después ya no le importaba si el que llevaba era conocido (en realidad todos por la zona de una u otra forma terminaban siéndolo) o alguien lejano. Pero reservaba la memoria para un servicio bastante especial que les toco hacer. Saliendo en procesión desde una casa pequeña en un campo bastante alejado. El muerto era un hombre humilde pero que había ahorrado toda su vida, o casi, con el objetivo de mudarse de pueblo. La hija contaba que al padre no le habían alcanzado los ahorros ni el tiempo que llevaba guardando para comprarse otro campo e irse lejos, pero había dejado bien en claro que en caso de morir antes de mudarse, quería ser enterrado en otro lado, el mas lejano que se pudiera, hasta donde alcanzaran los pesos que tenía juntados, para por fin separarse de los vecinos que tanto odiaba. La plata del difunto alcanzaba solo para dejarlo a mitad de camino entre el campo y el cementerio. Un sinsentido que nadie pensó podía terminar finalmente haciéndose realidad. No hubo posibilidad de una colecta entre la gente que tanto odiaba el difunto; la hija estaba grande y no tenía ganas de poner un centavo en el entierro de un padre que hasta el último acto de su vida (y aun después) pensó solo en él. Así fue como la procesión escuálida que empezó en la casa, en el campo, se fue desintegrando lentamente y perdiendo cuerpo, tanto como si los pesos del viaje se fueran desapareciendo a medida que avanzaban, hasta quedar el chevrolet negro, el muerto, mi abuelo y los 12 cilindros del motor, solos, al costado del camino polvoriento esperando nada. Pasaba el rato y como iba cayendo la tarde decidió seguir solo hasta el cementerio y bajar como pudo el cajón en la puerta que ya estaba cerrada. Lo acercó arrastrando a la reja, pensó en decir algo, pero nó. Para que hacer algo que no tenía sentido ni efecto ni razón. Se alejó rápido, aunque supiera que no tenía sentido irse, sabiendo que inevitablemente vendrían a reclamarle por el muerto abandonado. Al otro día temprano recibió la sugerencia amable del juez de paz de que hiciera algo con el trabajo que había dejado en la puerta del cementerio. Le pidieron que lo entrara o lo devolviera al lugar del cual lo había traído. El juez de Paz no pareció interesarse en la historia del trabajo que no estaba pagado, ni en el relato de cómo los deudos se fueron perdiendo en la procesión, así que decidió entrarlo al cementerio antes que desandar el camino. No pensaba perder el tiempo con un muerto que nadie quería..

Manejo Yo

El destino le acerco un turco de apellido Zazú. Este hombre se dedicaba a viajar vendiendo telas. El turco no manejaba, decía que si manejaba no vendía porque la fuerza se le consumía apretando el acelerador y mirando el camino. Así que zazú prefería contratar un auto con chofer que lo llevara de un lado a otro, siempre fuera de la ciudad, en rondas de dos o tres días, visitando clientes y levantando pedidos. Mientras lo llevaban, dormía. Cuando llegaba a destino, el turco se despertaba excitado y fresco, como si en todo el tiempo gastado hasta ahí hubiera estado atado, amordazado y le soltaran la furia de la palabra y la sonrisa al bajarse del auto. Se conocieron en la Terminal de ómnibus. La cola de taxis era larga pero se movía firme, entre los pasajeros que llegaban y salían al andén para buscar un taxi estaba Zazú, el turco, y claramente por obra de ese destino misterioso; coincidieron. Turco y puerta de taxi. Acomodó innumerables rollos de tela en el baúl subió un portafolios enorme, se sentó atrás e hizo montones de preguntas. Kilometrajes, tiempos, rutas, estado del tiempo, paisajes y precios. La primera negociación fue larga, mientras hablaban y manejaba con destino a ningún lado y el taxímetro galopaba con pulso firme. Sin darse cuenta, al rato estaba dando la tercera vuelta alrededor de la Plaza San Martín, cuando el Turco detuvo la conversación gritando por la ventana pidiendo la policía porque lo estaban robando. Paró el taxi en seco y discutieron a los gritos sin escucharse uno a otro. El griterío derivo en asuntos de plata y repentinamente fueron bajando la voz hasta que Zazu dijo mil quinientos y el respondió mas tranquilo: mil quinientos esta bien. Se acomodaron cada uno de nuevo en sus lugares. La gente se fue despejando, la policía se quedó mirando. Entonces le dio una última mirada por el espejo retrovisor al turco que se acomodaba el sombrero y arranco nuevamente. Cortó el taxímetro y le pareció que el turco exhalaba aliviado. Lo miró por el espejo y Zazú lo miró también.
El primer viaje fue corto, algunos pequeños pueblos en los alrededores y un regreso ya casi de noche. Mañana pasa a buscarme por el hotel a las 8, tenemos que vender, porque hoy nada mas perdí plata. Cuando lo veía meterse al hotel tuvo que llamarlo para recordarle que no le había pagado. Recibió los mil quinientos pesos. Zazú se dio vuelta y volvió a subir la escalera. Las telas del baúl! Le gritó. Sin darse vuelta el turco sacudió la mano y se metió en el hotel.
A las 8 de la mañana estuvo esperando en la puerta del hotel, hacía frio todavía pero no importaba. El Turco bajo la escalera y sin saludar se metió en el auto. Al norte dijo y se tapó los ojos con el sombrero. Salieron al camino cuando el sol ya había empezado a calentar la mañana fría de agosto y mientras el turco dormía no tuvo otro remedio que poner las manos en el volante y la mente en blanco. Lentamente, fluyendo como el camino, se le vino a la cabeza la escena de siempre. Estaba el, las hermanas (tres), la calle de tierra, la noche de verano en el pueblo, el cielo limpio y el aire quieto, la luz escuálida de la única farola, infinidad de bichitos tratando de picotear la lámpara y arriba las estrellas.
El camino seguía abajo del auto cuando Zazú levantó el sombrero repentinamente y preguntó: Cruz del eje?
La pregunta lo tomó tan de sorpresa que las manos le jugaron en contra y casi chocan con un camión que venía de frente. Se sacudieron de un lado a otro, el sombrero del turco se cayó al suelo y en la última sacudida lo aplastó el enorme portafolio que llevaba acostado en el asiento de atrás. Eso le cambió el humor para el resto del viaje.
Recordó la pregunta y le dijo que estaban a pocos kilómetros. El turco no contestó, prefirió seguir mirando el sombrero aplastado como si fuera un jarrón de porcelana hecho pedazos y sin solución.
Pasaron el cartel de bienvenida a Cruz del Eje e instantáneamente Zazú levantó la vista del sombrero malogrado y le dijo: a la derecha, dos cuadras, sobre la principal.
Ya vino acá? preguntó curioso por la exactitud de las directivas.
No vine ni volveré a venir, explicó Zazú acomodándose como pudo lo que quedaba el sombrero aplastado.
Siguió las indicaciones y paró el taxi en la puerta de un negocio de ramos generales completamente despintado. El turco se bajo del auto arrastrando el portafolios gigante y camino hasta la entrada. Las telas del baúl! Le gritó desde el auto. Sin darse vuelta Zazú sacudió la mano y se metió en el almacén.
Pasaron los meses y los viajes, siempre regulares, cada tres meses. La estación, el mismo hotel, las telas del baúl, los recorridos por los pueblos, el sueño del Turco, la energía que lo atrapaba cuando bajaba, las mismas telas cuando llegaban de vuelta. Se sumaron destinos ampliando la vuelta, Catamarca, Santiago y La Rioja.
Nunca dejó un metro de tela, nunca volvimos a un lugar. Me confió mi abuelo como quien deja el final abierto en una película de suspenso.
Y no te parecía extraño? Le pregunte una vez.
Me pagaba para que manejara, no tenía porque preguntar.

Alguien sabe lo que vendrá?

De vez en cuando, mientras hablábamos, hacía un paréntesis en el relato para poner entre las palabras y las historias que iba soltando una escena que le repicaba en la cabeza. Estaba el, las hermanas (tres), la calle de tierra, la noche de verano en el pueblo, el cielo limpio y el aire quieto, la luz escuálida de la única farola, infinidad de bichitos tratando de picotear la lámpara y arriba las estrellas. En la escena no había palabras. Solamente flotaban sensaciones, sentimientos y deseos. La inexplicable sensación de esperar al futuro con las manos abiertas y al mismo tiempo no querer que el tiempo se mueva un milímetro. La escena se me hacía tan cercana porque podía ver en sus ojos, el reflejo de lo que había sido. Todos tenemos secretamente, los brazos todavía abiertos, para el futuro que esperamos, muchas veces inútilmente.