miércoles, 29 de agosto de 2012

El tiempo no para

9 segundos atrás el mundo era mio. 9 segundos atrás estaba parado en la vereda del éxito, me movía rápido, ágil, vibrante. 9 segundos atrás mis sueños no tenían limite y se iban haciendo realidad con cada movimiento de mis manos. Derecha, arriba, un auto rojo hermoso. Derecha arriba y abajo, otro auto, ese grande y sin techo. Izquierda, derecha, un gancho arriba y dejaba definitivamente la calle de tierra, el cable colgado, famélico viajando de un poste hasta las dos únicas lamparas que me alumbraban la noche. Asi era entonces. 9 segundos atrás. Me movía, me agitaba, fluía sobre el piso , elegante, firme, atlético, ganador, respetado, sexy, envidiado.
9 segundos atrás las mujeres mas hermosas me deseaban, las que de verdad lo hacían y las que no eran sinceras ni nunca lo serian pero a las que no hacia distingo. 9 segundos atrás las tenía a todas.
9 segundos antes la miseria de mi vida sacrificada era un mal recuerdo debajo de la alfombra roja, ya no me pertenecía, era de otro, distante, una mala historia, una desgracia ajena.
9 segundos menos y hubiera podido congelar el tiempo en una lluvia de éxito y gloria.
9 segundos atrás estaba parado ahi mismo, 15 centímetros mas cerca de las entrevistas, los libros sobre mi vida, las series de tv, los documentales, las peliculas, las revistas, las fotos, los famosos.
9 segundos atrás
¡Diez! Sonó en el aire y entre el griterío pude escucharlo claramente. Diez, dijo. Diez, pensé. Desparramado en la lona, sin lograr que mis ojos vieran o que tan solo uno de mis dedos se moviera para mantener vivo mi sueño. Lo escuche, la maldición era completa, podía al menos haber quedado sordo tambien, pero no. Diez, dijo.
Quería moverme y volver atrás esos nueve segundos, pararme y recuperar todo lo que habia perdido, sin poder tenerlo.
Diez.
Hace un segundo ya que el techo de mi casa se llueve, que el 60 me lleva a trabajar en un viaje horrible hasta una calle barrosa y ciega. Hace un segundo que recuerdo como vengo rompiendome el alma en un gimnasio desde que tengo 13. Un segundo hace desde que volví a no tener futuro. Hace un segundo que sigo siendo el mismo.
Diez, dijo. Lo escuche bien y se acabo mi fama, mi dinero, los autos, las casas, el dejar de pasar hambre, el dejar de ser nadie. Se me cae una lagrima que me corre salada por la nariz hasta tocarme los labios, no puedo limpiarla y tampoco quiero. Ya no importa nada. Soy una escena triste, nunca mejor explicada. Estoy en la lona sin poder moverme, atontado, con bronca y sin nada bueno por venir; igual que en los últimos 24 años.
La puta madre...diez!

lunes, 30 de abril de 2012

Sonrisa sin dientes

Levantó la cortina de la ventana que miraba a la calle como si fuera una bandera ceremonial, despacio, respetuosa y fastidiosamente, despacio. Desde atrás podía ver como una mano se superponia a la otra en una cadencia que a los pocos segundos me saco completamente de mis cabales. Una mano arriba, bajaba el cordón lentamente, ahora la izquierda lo tomaba desde un poco mas arriba y bajaba, seguia la derecha nuevamente; interminable, desesperante. Le seguía los movimientos desde atras y sabía exactamente lo que iba a hacer, después de la cortina venía el abrir la ventana, solo un poco; en realidad primero la abrìa completamente y despues llevaba las dos hojas juntas hasta lograr un angulo perfecto de 45 grados, nunca mas...nunca menos. Cuando la ventana habia quedado perfecta y simetricamente acomodada le tocaba el turno a la silla que estaba debajo. Nadie se había sentado allí ayer, ni antes de ayer ni en toda la semana pasada, ni en algún tiempo que pudiéramos recordar, pero indefectiblemente, ella se encargaba de levantarla y reacomodarla en el mismo exacto lugar como si esa silla inanimada, ese objeto muerto hubiera cambiado de posicion por voluntad propia o se hubiera dejado arrastrar por la inercia resultante del girar de la tierra. Desde atrás la veía y podía saber exactamente que haría, aún con los ojos cerrados. Al principio jugaba con esa idea, me divertía y pasaba mi tiempo con esa tontería pero el tiempo fue pasando y mis sensaciones fueron cambiando hasta que me encontré de repente enfrentado a algo tan desgraciado como el odio. De pronto sentía como mis ideas, mis valores, lo que sentía, lo que creía; colisionaban, chocaban en mi cabeza una y otra vez con el germen del odio que había crecido dentro. Alimentado por el desprecio, por la desesperación misma que me provocaba ver una y otra vez los mismos movimientos sin sentido, los mismos procesos recurrentes, carentes de razón, rutinarios hasta la exasperación más increíble.
Terminaba con la silla y pasaba a acomodar el florero, blanco, de cerámica, con dos flores plásticas que perdían día a día la intensidad del rojo que las teñía. Lo giraba 360 grados. Lo levantaba, limpiaba debajo, otro giro de 360 grados y lo apoyaba nuevamente en el mismo exacto lugar. Levantaba la vista, así como ahora, me sonreía pero sin mostrarme los dientes, apenas, piadosamente. Ahora de frente la veía y sabía exactamente lo que seguía. Tres pasos al frente, uno a la derecha, apagar la luz mas grande, prender la luz de la pared, apagarla nuevamente, prender la grande y dejarla como estaba. Una mirada de costado, otra sonrisa sin dientes, su mano en mi mano. Finalmente, afortunadamente, se iba.
Las sensaciones encontradas me torturaban, queria hacer algo para sacudirme esa pesadilla de mi vida y al mismo tiempo me cuestionaba, sabia que no era correcto, sufría por mis pensamientos, me acosaban minuto a minuto, se colaban entre otras ideas, entre sueños y deseos aunque no dependía ya de mí. La misma escena, los mismos movimientos, los últimos 243 días. Con el paso de los días pensé, en mi desesperación, en que la única forma de terminar con esto sería simplemente...matarla. Lo pensé por un instante y cambie rotundamente mis pensamientos, no podía permitirme esa locura, no podía llevar mi fastidio tan lejos; después de todo era mi madre.

Ayer la mire desde atrás, levantó la cortina de la calle, abrió la ventana y volvió a cerrarla a 45 grados, acomodo la silla que ya estaba acomodada, limpio el florero limpio y lo puso en la misma posición en la que tenía antes, me sonrió sin dientes, apago la luz para volver a prenderla, prendió la luz pequeña para volver a apagarla, me toco la mano y otra vez, la última, me sonrió con la sonrisa sin dientes.
Exploté pero no lo demostré, no pude. Quizás mis ojos dejaran ver algo de la bronca y la furia contenida, quizás. Ella pareció notarlo pero no dijo nada, salió por la puerta, sin mirarme. Si tan solo hubiera podido moverme en ese momento...probablemente hubiera tomado la silla para pegarle violentamente, pero no. Eso no podría ocurrir nunca, jamás; deje esas ideas, las sacudí de alguna forma de mi cabeza, no debía suceder, no podría suceder.

Hoy algo ha cambiado y siento, inconscientemente, que no me gusta. Odio profunda y visceralmente su rutina estúpida pero hay algo que no me tranquiliza en este juego. La miro de atrás acercarse a la ventana, como siempre pero esta vez la deja completamente  abierta, el sol es increíblemente fuerte y de pronto me deja ciego, cuando recupero la visión, lentamente las formas borrosas van recuperando sus bordes y la miro acercarse desde un costado. Y la silla? no va a acomodarla en el mismo lugar? pasa de largo el florero también. Es que las flores que alguna vez fueron rojas no merecen moverse hoy? miró de nuevo la ventana como buscando una explicación y otra vez la luz increíble que entra como catarata por la ventana me deja casi ciego. Recupero la vista otra vez, lentamente, y la veo de nuevo. No sonríe, no acomoda nada, no prende ni apaga para dejar prendido lo que ya estaba y para dejar apagado lo que asi se encontraba. Me cubre la cara con algo que estoy seguro es una almohada y siento una presión tan fuerte que asfixia. Ahora lo comprendo, mientras trato de encontrar un resquicio donde el aire aún exista, debería haberla matado primero! si tan solo hubiera dejado mis ideas crecer, si tan solo hubiera podido moverme.


miércoles, 28 de marzo de 2012

Filosofía Hondureña

Recién aterrizaba el avión y los que llegábamos de San Pedro Sula nos distinguíamos del resto por las marcas que el cansancio nos había garabateado en la cara. Retirábamos las cosas del maletero arriba de los asientos y esperábamos pacientemente a que la fila que se había formado dentro del avión avanzara. Descendimos por una escalera que había nacido allá por los años 70 y en tierra nos abrazó un vaho cálido que ya no nos dejaría nunca más. Caminamos hasta el edificio del aeropuerto para que nos revisaran los papeles y retirar la otra parte del equipaje. Mientras, caminábamos entre aviones de todo tamaño, estacionados desbandados, erráticos , desparramados por el azar de la torre de control. En el trayecto avanzábamos con el objetivo de una pequeña puerta amarilla y al mismo tiempo podía ver como una señora mayor que tenía al lado trataba inútilmente de hacer equilibrio y sostener con éxito la montaña de cajas, bolsas y bolsitas que cargaba. Al principio la miré por sobre el hombro y no atiné a nada; después, mientras ella aminoraba el paso, tratando de no perder más de lo que ya había dejado en el camino, la observé desde un costado cuando la sobrepasaba por la derecha y tampoco allí intenté ayudarla; tal vez porque como me pasa generalmente, la ansiedad por llegar me gana por abandono, inclusive antes de empezar. Cuando ya la había dejado atrás y no la veía más, escuche unos ruidos atropellados y un insulto potente que hizo lo que mi conciencia antes no había podido. Me detuve y resignado me volví a mirarla. Trataba de agacharse para juntar las cosas que tenía en el suelo pero cuando levantaba una, perdía la siguiente. En eso estaba en el momento que me acerqué a preguntarle si necesitaba mi ayuda. Dejó todo en el piso y me miró desde abajo con una mirada que me hizo sentir estúpido. Le ayudé a juntar sus cosas y se las llevé hasta el lugar donde debíamos retirar el equipaje. El aeropuerto no parecía el lugar de arribo de viajeros de todo el mundo, mas bien parecía un campamento de refugiados en medio de una zona de desastre.
Entre los que estábamos allí esperando que visaran nuestros papeles nos mirábamos inquietos, sonriéndonos cortésmente cuando las miradas se encontraban, esquivándonos la vista cuando podíamos. Esperábamos. Siempre esperamos, me dije.
Algunas caras me parecían familiares, es algo que me pasa seguido, gente que no conozco, que estoy viendo por primera vez en mi vida me resulta conocida. Es algo así como si los actores, la gente que me rodea, fueran siempre mas o menos los mismos. Me parece que cambiara solo de escenario y escenografía. Cuando estoy en Rio de Janeiro y miró la gente con la que me cruzo en la calle me parece que son los mismos que vi alguna vez en Córdoba, cuando recorro Nueva York son los mismos de Ciudad del Cabo, mezclados con algunos de Buenos Aires y otros que ya no puedo determinar. Estuve pensando seriamente y finalmente creo que descubrí la trampa… los que habitamos este mundo somos muy pocos! y en realidad cada uno de nosotros lleva consigo un “cargamento” de caras, rostros, semejantes y desconocidos. Me he dado cuenta de que este mundo funciona así. Cuando viajo, llego a destino aparentemente solo pero inmediatamente se suman a mi visita los personajes y las caras que vengo cargando desde siempre, así estamos a medias con el universo; el pone el escenario con algunos actores, yo traigo mis extras.

martes, 10 de enero de 2012

Mi Abuelo

Quiero advertir que estos son solo recuerdos, aunque no por eso valen menos. Son pequeños retazos de conversaciones que me fueron quedando en la cabeza, dando vueltas, durante años…como si fueran satélites en órbita a un planeta que ya no esta. Como todas esas latas que surcan el espacio; las frases, las palabras, fueron cayendo irremediablemente al mar, un mar de letras, un océano de acentos, comas y mayúsculas. Revolviendo en el fondo de este mar que es mi cabeza alcance a rescatar tres historias simples y pequeñas.

Caballos Negros

Una carroza, negra, seis caballos con el color oficial del luto era el capital de su familia.
El trabajo no era mucho, la población no era mucha tampoco y en esa complicada balanza de los que nacen y los que se mueren iban ganando los que nacían. Más trabajo para después, habría que ver, solamente, quien resistía mas.
De todas formas tenían la carroza y los caballos negros y hacían los últimos viajes de todos los habitantes de la zona.
Con el tiempo y los avances que iban llegando los vivos ya no querían que los muertos se fueran a su última morada como siempre, ahora pedían modernidad, pompa y todo el lujo que pudieran pagar. Entonces digamos que el destino les cambio la carroza por un Chevrolet negro 12 cilindros, largo y grueso como un rio oscuro. De ahí que la cosa cambiara tanto que todo se vistiera de orgullo. Me contaba como sonaba, lo que se sentía cuando la maquina empujaba las ruedas pesadas para moverse dejando atrás las frustraciones, el poder ahora estaba en un pedal; mirá vos…una chapita larga colgando de un hierrito y cuanta diferencia. Ahí si le tocó manejar y dejar de acompañar con cara de circunstancia. Empezó casi sufriéndolo pero al poco tiempo se dio cuenta de que lo que alguna vez había escuchado “uno termina acostumbrándose a todo” era cierto. Después ya no le importaba si el que llevaba era conocido (en realidad todos por la zona de una u otra forma terminaban siéndolo) o alguien lejano. Pero reservaba la memoria para un servicio bastante especial que les toco hacer. Saliendo en procesión desde una casa pequeña en un campo bastante alejado. El muerto era un hombre humilde pero que había ahorrado toda su vida, o casi, con el objetivo de mudarse de pueblo. La hija contaba que al padre no le habían alcanzado los ahorros ni el tiempo que llevaba guardando para comprarse otro campo e irse lejos, pero había dejado bien en claro que en caso de morir antes de mudarse, quería ser enterrado en otro lado, el mas lejano que se pudiera, hasta donde alcanzaran los pesos que tenía juntados, para por fin separarse de los vecinos que tanto odiaba. La plata del difunto alcanzaba solo para dejarlo a mitad de camino entre el campo y el cementerio. Un sinsentido que nadie pensó podía terminar finalmente haciéndose realidad. No hubo posibilidad de una colecta entre la gente que tanto odiaba el difunto; la hija estaba grande y no tenía ganas de poner un centavo en el entierro de un padre que hasta el último acto de su vida (y aun después) pensó solo en él. Así fue como la procesión escuálida que empezó en la casa, en el campo, se fue desintegrando lentamente y perdiendo cuerpo, tanto como si los pesos del viaje se fueran desapareciendo a medida que avanzaban, hasta quedar el chevrolet negro, el muerto, mi abuelo y los 12 cilindros del motor, solos, al costado del camino polvoriento esperando nada. Pasaba el rato y como iba cayendo la tarde decidió seguir solo hasta el cementerio y bajar como pudo el cajón en la puerta que ya estaba cerrada. Lo acercó arrastrando a la reja, pensó en decir algo, pero nó. Para que hacer algo que no tenía sentido ni efecto ni razón. Se alejó rápido, aunque supiera que no tenía sentido irse, sabiendo que inevitablemente vendrían a reclamarle por el muerto abandonado. Al otro día temprano recibió la sugerencia amable del juez de paz de que hiciera algo con el trabajo que había dejado en la puerta del cementerio. Le pidieron que lo entrara o lo devolviera al lugar del cual lo había traído. El juez de Paz no pareció interesarse en la historia del trabajo que no estaba pagado, ni en el relato de cómo los deudos se fueron perdiendo en la procesión, así que decidió entrarlo al cementerio antes que desandar el camino. No pensaba perder el tiempo con un muerto que nadie quería..

Manejo Yo

El destino le acerco un turco de apellido Zazú. Este hombre se dedicaba a viajar vendiendo telas. El turco no manejaba, decía que si manejaba no vendía porque la fuerza se le consumía apretando el acelerador y mirando el camino. Así que zazú prefería contratar un auto con chofer que lo llevara de un lado a otro, siempre fuera de la ciudad, en rondas de dos o tres días, visitando clientes y levantando pedidos. Mientras lo llevaban, dormía. Cuando llegaba a destino, el turco se despertaba excitado y fresco, como si en todo el tiempo gastado hasta ahí hubiera estado atado, amordazado y le soltaran la furia de la palabra y la sonrisa al bajarse del auto. Se conocieron en la Terminal de ómnibus. La cola de taxis era larga pero se movía firme, entre los pasajeros que llegaban y salían al andén para buscar un taxi estaba Zazú, el turco, y claramente por obra de ese destino misterioso; coincidieron. Turco y puerta de taxi. Acomodó innumerables rollos de tela en el baúl subió un portafolios enorme, se sentó atrás e hizo montones de preguntas. Kilometrajes, tiempos, rutas, estado del tiempo, paisajes y precios. La primera negociación fue larga, mientras hablaban y manejaba con destino a ningún lado y el taxímetro galopaba con pulso firme. Sin darse cuenta, al rato estaba dando la tercera vuelta alrededor de la Plaza San Martín, cuando el Turco detuvo la conversación gritando por la ventana pidiendo la policía porque lo estaban robando. Paró el taxi en seco y discutieron a los gritos sin escucharse uno a otro. El griterío derivo en asuntos de plata y repentinamente fueron bajando la voz hasta que Zazu dijo mil quinientos y el respondió mas tranquilo: mil quinientos esta bien. Se acomodaron cada uno de nuevo en sus lugares. La gente se fue despejando, la policía se quedó mirando. Entonces le dio una última mirada por el espejo retrovisor al turco que se acomodaba el sombrero y arranco nuevamente. Cortó el taxímetro y le pareció que el turco exhalaba aliviado. Lo miró por el espejo y Zazú lo miró también.
El primer viaje fue corto, algunos pequeños pueblos en los alrededores y un regreso ya casi de noche. Mañana pasa a buscarme por el hotel a las 8, tenemos que vender, porque hoy nada mas perdí plata. Cuando lo veía meterse al hotel tuvo que llamarlo para recordarle que no le había pagado. Recibió los mil quinientos pesos. Zazú se dio vuelta y volvió a subir la escalera. Las telas del baúl! Le gritó. Sin darse vuelta el turco sacudió la mano y se metió en el hotel.
A las 8 de la mañana estuvo esperando en la puerta del hotel, hacía frio todavía pero no importaba. El Turco bajo la escalera y sin saludar se metió en el auto. Al norte dijo y se tapó los ojos con el sombrero. Salieron al camino cuando el sol ya había empezado a calentar la mañana fría de agosto y mientras el turco dormía no tuvo otro remedio que poner las manos en el volante y la mente en blanco. Lentamente, fluyendo como el camino, se le vino a la cabeza la escena de siempre. Estaba el, las hermanas (tres), la calle de tierra, la noche de verano en el pueblo, el cielo limpio y el aire quieto, la luz escuálida de la única farola, infinidad de bichitos tratando de picotear la lámpara y arriba las estrellas.
El camino seguía abajo del auto cuando Zazú levantó el sombrero repentinamente y preguntó: Cruz del eje?
La pregunta lo tomó tan de sorpresa que las manos le jugaron en contra y casi chocan con un camión que venía de frente. Se sacudieron de un lado a otro, el sombrero del turco se cayó al suelo y en la última sacudida lo aplastó el enorme portafolio que llevaba acostado en el asiento de atrás. Eso le cambió el humor para el resto del viaje.
Recordó la pregunta y le dijo que estaban a pocos kilómetros. El turco no contestó, prefirió seguir mirando el sombrero aplastado como si fuera un jarrón de porcelana hecho pedazos y sin solución.
Pasaron el cartel de bienvenida a Cruz del Eje e instantáneamente Zazú levantó la vista del sombrero malogrado y le dijo: a la derecha, dos cuadras, sobre la principal.
Ya vino acá? preguntó curioso por la exactitud de las directivas.
No vine ni volveré a venir, explicó Zazú acomodándose como pudo lo que quedaba el sombrero aplastado.
Siguió las indicaciones y paró el taxi en la puerta de un negocio de ramos generales completamente despintado. El turco se bajo del auto arrastrando el portafolios gigante y camino hasta la entrada. Las telas del baúl! Le gritó desde el auto. Sin darse vuelta Zazú sacudió la mano y se metió en el almacén.
Pasaron los meses y los viajes, siempre regulares, cada tres meses. La estación, el mismo hotel, las telas del baúl, los recorridos por los pueblos, el sueño del Turco, la energía que lo atrapaba cuando bajaba, las mismas telas cuando llegaban de vuelta. Se sumaron destinos ampliando la vuelta, Catamarca, Santiago y La Rioja.
Nunca dejó un metro de tela, nunca volvimos a un lugar. Me confió mi abuelo como quien deja el final abierto en una película de suspenso.
Y no te parecía extraño? Le pregunte una vez.
Me pagaba para que manejara, no tenía porque preguntar.

Alguien sabe lo que vendrá?

De vez en cuando, mientras hablábamos, hacía un paréntesis en el relato para poner entre las palabras y las historias que iba soltando una escena que le repicaba en la cabeza. Estaba el, las hermanas (tres), la calle de tierra, la noche de verano en el pueblo, el cielo limpio y el aire quieto, la luz escuálida de la única farola, infinidad de bichitos tratando de picotear la lámpara y arriba las estrellas. En la escena no había palabras. Solamente flotaban sensaciones, sentimientos y deseos. La inexplicable sensación de esperar al futuro con las manos abiertas y al mismo tiempo no querer que el tiempo se mueva un milímetro. La escena se me hacía tan cercana porque podía ver en sus ojos, el reflejo de lo que había sido. Todos tenemos secretamente, los brazos todavía abiertos, para el futuro que esperamos, muchas veces inútilmente.