La bicicleta rota, partida al medio con las dos ruedas deformadas por el golpe. Todos los pedazos sueltos que puede tener una bicicleta estaban flotando en el asfalto caliente y desde el piso podía ver, aún aturdido, el auto moribundo apoyado en la columna de la luz.
No había dolor, el dolor siempre tarda en llegar. No sentía nada, quizás no tenia nada. En las manos sangre, finos granos de arena incrustados en la piel, raspones y un hombro que no se movía correctamente.
Me pare como pude y empecé a ver la gente que salía de las casas y se acercaba a la calle.
Me miraban, nos miraban. Se acercaban lentamente como si no estuvieran seguros de querer llegar.
El auto perdía agua y con el vapor que soltaba era la imagen perfecta de una bestia con el corazón partido.
Esa mujer se bajo del auto. Abrió la puerta que avisó el movimiento con un chirrido fatal y desesperado…muerte a ese pedazo de chapa! Se bajó y rodeo el cuerpo caliente de esa maquina que casi me mataba. Se tomó la cabeza esperando comprender que había pasado. Yo la miraba moverse desde el cordón de la vereda.
La bicicleta rota era la imagen de un esqueleto partido, un montón de huesos flacos que no servían más, la cara de la muerte acostada en el piso, esperando nada.
Ella caminaba de un lado a otro. Ahora hablaba desde su celular. Gesticulaba explicando como la desgracia la había rozado y como tanto daño no tenía dueño.
Me acerque para hablarle, pensando en mi bicicleta y mis manos, en el hombro que me dolía y no podía mover. Cuando le toque el hombro se dio vuelta y dejó caer el celular. Estaba llorando. Las lágrimas se le caían débiles, minúsculas, apretadas de bronca y nervios.
Estas bien? Disculpame…no se que me pasó. Seguía llorando mientras me hablaba, como si sus ojos tuvieran pequeñas gotas de pena asomando. Tu bici, mira como quedó…que desastre!. Estas bien…? Seguro? Le dije que si, que estaba todo bien. Que podía decirle? La silueta deforme de mi bicicleta, los raspones en las manos y los huesos descolocados de un hombro nunca tuvieron la fuerza suficiente para competir con un par de lagrimas asomando a los ojos de una mujer.