La cara contra el piso, los hombros sobre el pasto, la cadera arriba como tratando de empujar el cuerpo para que se lleve la tierra por delante; las piernas flexionadas, esperando. Adelante, también en el piso, caídos, 3 o 4 compañeros. Casi abajo, amontonados. Las manos libres, las mías, para eso la cabeza en el piso, por eso los hombros apoyados. 5 o 6 metros faltan.
Pongo una mano en el suelo para poder ver más allá del barro. Todo se mueve, los otros se mueven. Me gritan de la derecha, miro como puedo y siento que el tiempo se agota. 5 o 6 metros faltan. Escucho esa misma derecha y veo que tengo compañía. Me despego del piso hacia adelante y las piernas entienden que tienen que empujar o morir. Salgo hacia el frente por ese costado, apenas separado de los que están caídos, 5 o 6 metros faltan. En cuanto me despego unos centímetros me enderezo lo suficiente para no estar parado y sin embargo correr y avanzar. Se ve la línea, entre algunos cuerpos que se acercan y no alcanzo a distinguir, son colores, son obstáculos. 2 o 3 metros se mueren bajo mis pies, la cabeza calcula y me devuelve la idea de que si acelero mas, si empujo mas, si salto hacia adelante entre esos dos obstáculos azules habremos llegado. Corro, me chocan en la cadera, o por ahí, pero alcanzo a mantener el rumbo, la mirada fija, los ojos no ven más, intento seguir para saltar ese metro infame y mi hombro se sacude con la humanidad frustrante de un tipo de azul. De atrás siento que me empujan y avanzamos multiplicados para terminar desparramados en el suelo pero detrás de la línea esa que 5 o 6 metros antes estaba al otro lado del mundo. La pelota sigue entre mis manos, debajo de mi pecho, apretada contra el piso; try escucho. Try!
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