Recién aterrizaba el avión y los que llegábamos de San Pedro Sula nos distinguíamos del resto por las marcas que el cansancio nos había garabateado en la cara. Retirábamos las cosas del maletero arriba de los asientos y esperábamos pacientemente a que la fila que se había formado dentro del avión avanzara. Descendimos por una escalera que había nacido allá por los años 70 y en tierra nos abrazó un vaho cálido que ya no nos dejaría nunca más. Caminamos hasta el edificio del aeropuerto para que nos revisaran los papeles y retirar la otra parte del equipaje. Mientras, caminábamos entre aviones de todo tamaño, estacionados desbandados, erráticos , desparramados por el azar de la torre de control. En el trayecto avanzábamos con el objetivo de una pequeña puerta amarilla y al mismo tiempo podía ver como una señora mayor que tenía al lado trataba inútilmente de hacer equilibrio y sostener con éxito la montaña de cajas, bolsas y bolsitas que cargaba. Al principio la miré por sobre el hombro y no atiné a nada; después, mientras ella aminoraba el paso, tratando de no perder más de lo que ya había dejado en el camino, la observé desde un costado cuando la sobrepasaba por la derecha y tampoco allí intenté ayudarla; tal vez porque como me pasa generalmente, la ansiedad por llegar me gana por abandono, inclusive antes de empezar. Cuando ya la había dejado atrás y no la veía más, escuche unos ruidos atropellados y un insulto potente que hizo lo que mi conciencia antes no había podido. Me detuve y resignado me volví a mirarla. Trataba de agacharse para juntar las cosas que tenía en el suelo pero cuando levantaba una, perdía la siguiente. En eso estaba en el momento que me acerqué a preguntarle si necesitaba mi ayuda. Dejó todo en el piso y me miró desde abajo con una mirada que me hizo sentir estúpido. Le ayudé a juntar sus cosas y se las llevé hasta el lugar donde debíamos retirar el equipaje. El aeropuerto no parecía el lugar de arribo de viajeros de todo el mundo, mas bien parecía un campamento de refugiados en medio de una zona de desastre.
Entre los que estábamos allí esperando que visaran nuestros papeles nos mirábamos inquietos, sonriéndonos cortésmente cuando las miradas se encontraban, esquivándonos la vista cuando podíamos. Esperábamos. Siempre esperamos, me dije.
Algunas caras me parecían familiares, es algo que me pasa seguido, gente que no conozco, que estoy viendo por primera vez en mi vida me resulta conocida. Es algo así como si los actores, la gente que me rodea, fueran siempre mas o menos los mismos. Me parece que cambiara solo de escenario y escenografía. Cuando estoy en Rio de Janeiro y miró la gente con la que me cruzo en la calle me parece que son los mismos que vi alguna vez en Córdoba, cuando recorro Nueva York son los mismos de Ciudad del Cabo, mezclados con algunos de Buenos Aires y otros que ya no puedo determinar. Estuve pensando seriamente y finalmente creo que descubrí la trampa… los que habitamos este mundo somos muy pocos! y en realidad cada uno de nosotros lleva consigo un “cargamento” de caras, rostros, semejantes y desconocidos. Me he dado cuenta de que este mundo funciona así. Cuando viajo, llego a destino aparentemente solo pero inmediatamente se suman a mi visita los personajes y las caras que vengo cargando desde siempre, así estamos a medias con el universo; el pone el escenario con algunos actores, yo traigo mis extras.
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