-Señor Loretto, señor Loretto…
El hombre, el señor Loretto, se dio vuelta y enfrentó a la mujer que lo llamaba, la miró tranquilo esperando una pregunta pero, a medida que los pasos de ella le facilitaron la vista sin anteojos, su rostro cambió.
Era un hombre alto, desgarbado, de inevitable traje negro aunque el calor de la mañana y la época del año intentaran hacerle entender que la era de la formalidad incómoda se había esfumado, junto con la esperanza de un mundo distinto. Tenía más de 80 años seguramente aunque era difícil decir cuántos.
La mujer se le acercó sonriendo hasta que quedaron frente a frente. Ella no tendría más de 30 años y parada junto a Loretto parecía desproporcionada. El viejo se tuvo que agachar bastante para escuchar las palabras que por su gesto lo dejaron sorprendido. El señor Loretto intentó rápidamente sacudirse a la mujer como quien se aleja de una víbora venenosa, pero antes de poder enderezarse sintió la hoja del cuchillo atravesarle la garganta, siguió haciéndose hacia atrás en un movimiento inútil y en menos de un paso cayó al suelo tomándose el cuello mientras la sangre se le escurría entre los dedos. La mujer comenzó a correr y se perdió en una esquina detrás de una verdulería que exhibía los limones como si fueran joyas. El viejo quedó tirado en el suelo con una mancha de sangre sobre la camisa blanca y el cuerpo desparramado como si los hilos que unían las partes estuvieran definitivamente cortados. La chica se perdió entre las callecitas angostas del centro y nadie atinó a seguirla. ¿Para qué? ¿Por qué? Después de todo, éstos eran tiempos egoístas. Dos o tres personas se acercaron lentamente al cuerpo muerto como quien se acerca a una bomba para tratar de desactivarla.
Está muerto. Declaró rebosante de seriedad la primera mujer que se acuclilló junto al señor Loretto. ¿Alguien vio qué pasó? Siguió preguntando. Un muchacho ruludo de ojotas y remera, se acercó después y dijo lo mismo que todos ya sabían. Nadie había visto mucho mas, nada claramente, a esa hora del día, en ese lugar, en estos tiempos, cada uno de nosotros mira sin ver, escucha sin oír. Cada uno está en su propio mundo aunque comparta el espacio, el ómnibus, el camino, la baldosa.
Alguien llamó a la policía. Dos agentes llegaron trotando desde la misma esquina en la que había desaparecido la mujer del cuchillo. Comprobaron de nuevo que el muerto estaba muerto, preguntaron si había testigos o datos y el resultado fue otra vez el mismo, cero.
Al rato una ambulancia tuvo que abrirse paso entre la gente que ya era mucha, pusieron en camilla el cuerpo del viejo y comenzaron a sacarlo del lugar sin siquiera taparle la cara. Estaba pálido y duro en una mueca deforme. ¡Permiso señora, permiso! Uno de los camilleros pedía a los gritos que lo dejaran pasar y la gente apenas se corría centímetros como si no quisiera perder ese lugar de privilegio balconeando a la muerte. En el medio del camino apenas recorrido, una señora de casi tantos años como el señor Loretto bloqueaba el paso. El camillero que iba delante le exigió que se moviera sin amabilidad alguna, mientras le dejaba claro con sus gestos que si no lo hacía le pasaría por encima. La viejita le escupió un insulto fuerte y mantuvo su posición firme. El camillero le devolvió la grosería y con la punta de la camilla la empujó para hacerla a un lado. Mientras pasaba la viejita seguía insultándolo, y dos viejos de gorra y delantal blanco que habían salido de la pescadería se unieron al maltrato a los gritos. El muchacho de rulos que había llegado primero se sacó una de sus ojotas y se la tiró al camillero que iba delante, que se dio vuelta sorprendido y detuvo la marcha con muerto y todo. En ese instante comenzaron a llover piedras, tomates, zapatillas viejas y un balde vacío desde los balcones de la angostísima calle. Los de la ambulancia comenzaron a correr pero, entre el apuro y la calle despareja, casi pierden al muerto. Pasaron rápidamente por el arco de la muralla que da al puerto y buscaron desesperados refugio en la ambulancia estacionada en Piazza Garibaldi, se subieron y trabaron las puertas. Afuera había quedado el señor Loretto en la camilla, sin riesgo de escaparse, y 6 o 7 chicos que les golpeaban los vidrios y las puertas, hasta que llegó la policía y los ahuyentó con un par de gritos.
El hombre, el señor Loretto, se dio vuelta y enfrentó a la mujer que lo llamaba, la miró tranquilo esperando una pregunta pero, a medida que los pasos de ella le facilitaron la vista sin anteojos, su rostro cambió.
Era un hombre alto, desgarbado, de inevitable traje negro aunque el calor de la mañana y la época del año intentaran hacerle entender que la era de la formalidad incómoda se había esfumado, junto con la esperanza de un mundo distinto. Tenía más de 80 años seguramente aunque era difícil decir cuántos.
La mujer se le acercó sonriendo hasta que quedaron frente a frente. Ella no tendría más de 30 años y parada junto a Loretto parecía desproporcionada. El viejo se tuvo que agachar bastante para escuchar las palabras que por su gesto lo dejaron sorprendido. El señor Loretto intentó rápidamente sacudirse a la mujer como quien se aleja de una víbora venenosa, pero antes de poder enderezarse sintió la hoja del cuchillo atravesarle la garganta, siguió haciéndose hacia atrás en un movimiento inútil y en menos de un paso cayó al suelo tomándose el cuello mientras la sangre se le escurría entre los dedos. La mujer comenzó a correr y se perdió en una esquina detrás de una verdulería que exhibía los limones como si fueran joyas. El viejo quedó tirado en el suelo con una mancha de sangre sobre la camisa blanca y el cuerpo desparramado como si los hilos que unían las partes estuvieran definitivamente cortados. La chica se perdió entre las callecitas angostas del centro y nadie atinó a seguirla. ¿Para qué? ¿Por qué? Después de todo, éstos eran tiempos egoístas. Dos o tres personas se acercaron lentamente al cuerpo muerto como quien se acerca a una bomba para tratar de desactivarla.
Está muerto. Declaró rebosante de seriedad la primera mujer que se acuclilló junto al señor Loretto. ¿Alguien vio qué pasó? Siguió preguntando. Un muchacho ruludo de ojotas y remera, se acercó después y dijo lo mismo que todos ya sabían. Nadie había visto mucho mas, nada claramente, a esa hora del día, en ese lugar, en estos tiempos, cada uno de nosotros mira sin ver, escucha sin oír. Cada uno está en su propio mundo aunque comparta el espacio, el ómnibus, el camino, la baldosa.
Alguien llamó a la policía. Dos agentes llegaron trotando desde la misma esquina en la que había desaparecido la mujer del cuchillo. Comprobaron de nuevo que el muerto estaba muerto, preguntaron si había testigos o datos y el resultado fue otra vez el mismo, cero.
Al rato una ambulancia tuvo que abrirse paso entre la gente que ya era mucha, pusieron en camilla el cuerpo del viejo y comenzaron a sacarlo del lugar sin siquiera taparle la cara. Estaba pálido y duro en una mueca deforme. ¡Permiso señora, permiso! Uno de los camilleros pedía a los gritos que lo dejaran pasar y la gente apenas se corría centímetros como si no quisiera perder ese lugar de privilegio balconeando a la muerte. En el medio del camino apenas recorrido, una señora de casi tantos años como el señor Loretto bloqueaba el paso. El camillero que iba delante le exigió que se moviera sin amabilidad alguna, mientras le dejaba claro con sus gestos que si no lo hacía le pasaría por encima. La viejita le escupió un insulto fuerte y mantuvo su posición firme. El camillero le devolvió la grosería y con la punta de la camilla la empujó para hacerla a un lado. Mientras pasaba la viejita seguía insultándolo, y dos viejos de gorra y delantal blanco que habían salido de la pescadería se unieron al maltrato a los gritos. El muchacho de rulos que había llegado primero se sacó una de sus ojotas y se la tiró al camillero que iba delante, que se dio vuelta sorprendido y detuvo la marcha con muerto y todo. En ese instante comenzaron a llover piedras, tomates, zapatillas viejas y un balde vacío desde los balcones de la angostísima calle. Los de la ambulancia comenzaron a correr pero, entre el apuro y la calle despareja, casi pierden al muerto. Pasaron rápidamente por el arco de la muralla que da al puerto y buscaron desesperados refugio en la ambulancia estacionada en Piazza Garibaldi, se subieron y trabaron las puertas. Afuera había quedado el señor Loretto en la camilla, sin riesgo de escaparse, y 6 o 7 chicos que les golpeaban los vidrios y las puertas, hasta que llegó la policía y los ahuyentó con un par de gritos.
La mujer corría por la calle pero, cuando había hecho 7 u 8
cuadras, miró por enésima vez hacia atrás sobre su hombro y finalmente
convencida de que nadie la seguía decidió detenerse. Dejó de correr, y mientras
caminaba agitada tratando de recuperar el aliento y el ritmo de respiración de
cualquier persona que no ha cometido un asesinato, empezó a pensar en ella. No
en sí misma como un hecho filosófico sino con pensamientos atados
inevitablemente al Dr. Loretto y su precipitado final, se dio cuenta entonces que
debía recomponer su imagen, la gente la miraba, o eso creía, y llego a la
conclusión de que su aspecto dejaba mucho que desear. Siguió avanzando.
Seguramente era su propia percepción, el saber lo que había hecho, comprenderlo
tan profundamente y saber al mismo tiempo que la estaban buscando. Continuó
hacia el mar por la Vía Bottegelle, pero sentía cada vez más la mirada de la
gente apuntándola. Comenzó a ponerse nerviosa y disimulando todo lo posible no
pudo evitar examinarse con las manos primero, y con la vista después para encontrar que del lado derecho de la
remera azul que llevaba puesta, casi al borde de la unión entre la espalda y el
pecho tenía una gran mancha oscura. Era sangre. Lo pensó y entró en pánico. Las
manos le temblaban, le costaba respirar y mientras sentía que se asfixiaba
empezó a mover la cabeza de un lado a otro buscando algo que no sabía qué era.
Pasaron un par de segundos eternos y logró, de a poco recuperar, a medias, el
control de la situación. Nadie sabe que es sangre, razonó. Nadie sabe lo que
hice. Tengo que calmarme porque si me desespero seguramente arruinaré todo.
Parada como estaba miró al frente. Una casa de souvenirs que vendía vasos,
imanes, libros, guías turísticas y remeras con el nombre de Trapani. A la
izquierda un local de licores y vinos, al lado una zapatería y mas allá un
negocio de deportes con un poster gigante del Trapani FC en la vidriera. Qué
absurdas son las pasiones, reflexionó totalmente fuera de contexto. Miró
entonces a la derecha, una pequeña casa de ropa con un perchero en la vereda,
un mercado atiborrado de mercadería, y en la esquina más lejana las
resplandecientes mesas blancas de un restaurante. Caminó hacia allá, estaban
preparando todo para la apertura del mediodía. Un hombre de mostachos blancos,
de canas, acomodaba las sillas y las mesas mientras una chica muy jovencita
limpiaba el piso con esmero. Pidió permiso para pasar al baño, los dos la
miraron y el hombre contestó dándole las indicaciones para llegar a destino. La
chica bajó la mirada como si estuviera convencida que su palabra no valía nada.
El baño era tan moderno como el local, una atrapante mezcla de construcción antigua intacta por fuera y la creatividad de la modernidad más extraña puesta dentro. Se miró en el espejo y no le gustó lo que encontró, hasta ese momento creía poder pasar desapercibida con un poco de agua en la cara y acomodándose el pelo, pero su cara era realmente un desastre. Se asustó otra vez, sintió que el cuello se le endurecía, las mandíbulas se le trababan y apenas podía mover la lengua. Se puso tan nerviosa que le dieron ganas de llorar desesperadamente y que todo fuera sólo un sueño, uno malo, horrible, de esos que te despiertan transpirando y con palpitaciones pero con la sensación única de saberse inocente. Estuvo tentada de salir corriendo del baño a la calle, encontrar un policía cualquiera y entregarse. Cualquier cosa era mejor que seguir sofocándose en la desesperación. Se miró una vez más en el espejo esperando encontrar algo que no fuera su rostro desencajado, el reflejo de sus nervios, las sombras de su desgracia. Levantó la vista, ahora con los brazos extendidos apoyados en la mesada de granito, sosteniendo el cuerpo apenas. Le pareció extraña la lámpara que colgaba de unos clavos apenas, sin un artefacto, sin nada que la presentara y acompañara, esa lámpara estaba perdida en la decoración tan cuidada del restaurante. Bajó la vista otra vez y se encontró con sus ojos en el espejo, sonrió, no podía estar en semejante situación de stress y al mismo tiempo poner su atención en la lámpara que colgaba. Volvió a reírse, era todo tan absurdo.
Golpearon la puerta del baño y eso la sobresaltó.
¿Signorina…tutto benne?
Respondió que sí apurada y se mojó la cara con tanta agua como le fue posible, se mojó el pelo y cerró los ojos por un instante acomodándose a ciegas como pudo el cabello y la cara para salir a la calle otra vez.
Seguramente ya estaría en el noticiero el asunto
del Dr. Loretto y con un poco de suerte no habría imágenes ni videos que
pudieran comprometerla, aunque nunca se sabía en tiempos como estos, donde todo
tiene una cámara espiando la vida del otro. Demasiada gente la había visto, eso
era indiscutible, pero la sorpresa, el susto y la violencia que había provocado
jugaban a su favor. Seguramente ninguno de los testigos pudo concentrarse en
ella y en su rostro, enfocados como estarían en el Dr. Loretto, sus heridas, su
agonía y su muerte. El baño era tan moderno como el local, una atrapante mezcla de construcción antigua intacta por fuera y la creatividad de la modernidad más extraña puesta dentro. Se miró en el espejo y no le gustó lo que encontró, hasta ese momento creía poder pasar desapercibida con un poco de agua en la cara y acomodándose el pelo, pero su cara era realmente un desastre. Se asustó otra vez, sintió que el cuello se le endurecía, las mandíbulas se le trababan y apenas podía mover la lengua. Se puso tan nerviosa que le dieron ganas de llorar desesperadamente y que todo fuera sólo un sueño, uno malo, horrible, de esos que te despiertan transpirando y con palpitaciones pero con la sensación única de saberse inocente. Estuvo tentada de salir corriendo del baño a la calle, encontrar un policía cualquiera y entregarse. Cualquier cosa era mejor que seguir sofocándose en la desesperación. Se miró una vez más en el espejo esperando encontrar algo que no fuera su rostro desencajado, el reflejo de sus nervios, las sombras de su desgracia. Levantó la vista, ahora con los brazos extendidos apoyados en la mesada de granito, sosteniendo el cuerpo apenas. Le pareció extraña la lámpara que colgaba de unos clavos apenas, sin un artefacto, sin nada que la presentara y acompañara, esa lámpara estaba perdida en la decoración tan cuidada del restaurante. Bajó la vista otra vez y se encontró con sus ojos en el espejo, sonrió, no podía estar en semejante situación de stress y al mismo tiempo poner su atención en la lámpara que colgaba. Volvió a reírse, era todo tan absurdo.
Golpearon la puerta del baño y eso la sobresaltó.
¿Signorina…tutto benne?
Respondió que sí apurada y se mojó la cara con tanta agua como le fue posible, se mojó el pelo y cerró los ojos por un instante acomodándose a ciegas como pudo el cabello y la cara para salir a la calle otra vez.
Caminó despacio tratando de mantener la calma y la compostura sobre todo, aunque cada unos cuantos metros no podía evitar espiarse en el reflejo de las vidrieras de la Via Italia para saber si su imagen continuaba desmejorando o era sólo una sensación que no la abandonaba. Sentía el cuerpo duro, las piernas con una tensión extrema, las articulaciones como si las tuviera atadas y sospechaba que se veía como una autómata toda mezcla de hierros oxidados. El miedo a ser reconocida le circulaba en la sangre, caminó unos pasos más por la Vía Duca D´aosta y dobló a la derecha en la Vía Cristoforo Colombo. Sólo cuando logró llegar al viejo edificio abandonado a mitad de cuadra, consiguió relajarse lo suficiente como para que dejaran de dolerle las mandíbulas.
El edificio era una enorme casona en planta baja y dos pisos, con jardines en el frente que estaban ahora presos de plantas salvajes, palmeras desbocadas y toda clase de basura y objetos inservibles. Una gran reja de hierro completamente oxidada hacía difícil el paso. Adentro las puertas habían desaparecido y en su lugar chapas y maderas intentaban cortar el paso. Algunas ventanas, de dórico aspecto, alguna vez señoriales, tenían telas y ropas colgando dejando ver que el lugar ya había sido colonizado por los excluidos de siempre. Las paredes mostraban la desgracia del abandono y hablaban diciendo con pruebas que no les habían cumplido la promesa de un futuro mejor.
Se detuvo frente a la reja que separaba la vereda del maltrecho jardín y mirando para ambos lados en busca de posibles testigos inconvenientes, saltó felinamente tratando de superar rápidamente el oxidado enrejado, pero el jean se le engancho en una saliente ...(y esta historia continua en un nuevo libro. Queres conocerla?)
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