domingo, 3 de febrero de 2019

Monastiraki


El metro de monastiraki hacia el aeropuerto se puso en movimiento, cerró las puertas silenciosamente como cualquier otro metro del mundo moderno. Aséptico, quirúrgico, desinteresado, impersonal, indolente. Se puso en marcha en un corto shock electrico. Avanzamos a la estacion siguiente, Syntagma. Algunos bajaron, muy pocos, el resto seguimos sentados en esa  Capsula de aluminio que fluia fresca por las venas de Atenas. Afuera apenas 36 grados, adentro los suficientes para agradecer la sombra. Subieron nuevos pasajeros, más valijas, destino de aeropuerto para la mayoría. Otra vez el cierre hermético,  silencioso, despersonalizado. Un pequeño empujón, los pocos que seguían parados buscando asiento se sacudieron en un equilibrio de supervivencia. A mi lado un asiento vacío, un espacio sin nada y otro asiento solitario, único. Rápidamente tratando de no volver a tentar al equilibrio una pareja acomodo dos pequeñas valijas rojas, entre el asiento vacío junto a mí y el asiento huérfano del otro lado. Se completo entonces el espacio y todo tuvo uniformidad. El, tendria unos 30 años, delgado, apenas bronceado, impecable en su presencia, esa forma de ser impecable que siempre quise tener y sin embargo nunca pude ejercer, por desidia, falta de conviccion o facilidad para el abandono, pero ese es otro tema. El, 30 años, rubio, impecable bermuda de jean, zapatos de algun material extraño, peinado perfecto y una barba que tenia tanto cuidado como el césped del parque de la casa de mis padres (esa tambien es otra historia). Ella no debia tener mas de 23 o 24 años pense, como si esa cifra pudiera determinarse con precision y no fueran simple y redondamente, 25. Ella pequeña, rubia, short blanco, remera sin mangas una pequeña cartera y el teléfono pegado a la mano. Se sentaron. Mejor dicho el se sento en el asiento único, junto a las valijas, ella se sentó entonces en sus piernas. Se dijeron algo en un idioma que para mi sonó a frances. El impecable, delgadito, ella rubia, no precisamente bonita, tampoco fea, era extraña, de alguna forma atractiva, de alguna forma estaba muy lejos de serlo. Dependía de como girará su cabeza, a donde mirara ella, que le mirara yo, como le dieran las luces y se le acomodara el pelo. El metro se detuvo nuevamente, las subidas y bajadas de siempre, más subidas que bajadas aunque seguíamos conservando un número relativamente acotado en este vagón. El empujón eléctrico, la marcha al camino otra vez. No podía dejar de observarlos, no sé porque, ella no era una belleza, el no llamaba demasiado la atención. Tendría que hablar de esto con mi psicólogo cuando llegara a casa de regreso, pensé y lo anote en la agenda de mi teléfono. Los dos seguían sentados, ella sobre sus piernas, el short blanco, la piel más bronceada que la de el haciendo contraste, la remera sin mangas. Repentinamente el la tomo de la cintura y en un solo impulso la paro nuevamente. Metió la mano en el bolsillo delantero de su Bermudas, justo el de la pierna donde ella se había sentado, y saco unos anteojos de sol plegables que me llamaron mucho la atención. Eran unos anteojos que se doblaban en varias partes, como esos inventos absurdos de los años 70, esas porquerías que salían de la cabeza de algunos locos y otros desquiciados creían que serían alguna vez el futuro. Levantó los anteojos y los fue desplegando lentamente, cuidadosamente, como quien tiene entre sus manos alguien que se ha golpeado la columna vertebral y cualquier movimiento en falso puede dejarlo parapléjico. Los  abrió por completo y quedo claro que las uniones, las microscopicas bisagras habían sufrido el peso de la chica hasta quedar casi muertas. Lo mantuvo abierto con una sola mano, dos dedos más precisamente y ese gesto era suficiente para demostrar que estaban arruinados. La miro y le reclamó con vehemencia, en lo que imagine seria un cuestionamiento a su falta de cuidado, ella seguía parada tomada del pasamano y lo miro como si estuviera loco. Le contestó casi riendo. Supuse, no entiendo una palabra de francés pero no era necesario en este caso,  que le dijo que era su culpa por no recordar donde había puesto sus anteojos, después de todo ella sólo se había sentado por invitación de él. Mientras seguía contemplando el cadáver de sus espantosos anteojos de sol, ella se mantenía firmé en el pasamanos. Una nueva parada. Se abrieron las puertas al mundo real. Casi nadie subió. Ya estábamos definidos los que íbamos al aeropuerto de Atenas en ese tren, pensé por la parada en la que estábamos. Se cerraron otra vez las puertas, como dos cuchillas perfectas que cortaron el contacto con el planeta alrededor. El volvio a recriminarle, ahora mezclando la bronca con un lamento. Ella tomo una de las valijas que habían acomodado en el espacio entre mi fila de asientos y donde estaba sentado el y se cruzó a la fila del frente. Se sentó enfrentándolo, cruzada a mí. Acerco la valija a su asiento y puso la pierna derecha sobre ella para mantenerla quieta en el movimiento del metro. La otra pierna la apoyo en el suelo y se puso a revisar su celular. Habían estado en mykonos, un par de calcomanías así lo decían en la valija de ella. Quizás también en Santorini, para completar, el recorrido mínimo clásico de enamorados, jóvenes, no tan jóvenes y primerizos en grecia. El había guardado los restos de sus anteojos en el mismo bolsillo y ahora la miraba fijamente desde el otro lado del pasillo. Ella seguía en el teléfono, una pierna en la valija, la otra en el suelo y el short blanco cortísimo. Intente no mirarla, busque mi telefono tambien y revise otra vez las notas para conversar con mi psicólogo. Lo mire a el. Ahora se habia concentrado en unos papeles, parecían las impresiones de sus tickets. ORY leí. Orly, significaban esas siglas de aeropuerto, un pequeñísimo sentido de victoria efímera me invadió. Franceses, eran franceses, había acertado. No me gustan los franceses, no los odio, no los detesto, simplemente no me gustan. Abrí el archivo de mi teléfono y lo anote también. No sabía si eso tenía sentido hablarlo con mi psicólogo, pero lo agende de todas formas. La valija de ella se había desplazado a la derecha unos centimetros, estaba seguro que la habia dejado ir, correrse, ahora sus piernas, bronceadas, suaves, tenían un ángulo de… 120 grados? Eran más de 90, de eso estaba seguro, mi profesora de matemáticas algo había podido sembrar en esta mente tan poco apta para las fórmulas y los cálculos, fácilmente a pesar de los años podía reconocer un ángulo de 45 y uno de 90 grados.
Geometría, la valija más allá, las piernas de ella, bronceadas, cobrizas, el short blanco muy corto. Ella no era linda, no lo era especialmente. Seguía mirando su teléfono y pensé que tal vez lo hacía a propósito. El no la miraba, yo no podía evitarlo, pero juro que lo intentaba. Ahora el metro había emergido de la tierra y se había convertido en tren. Íbamos rápido pasando autos y camiones que circulaban por ambos lados de las vías. Por alguna razón que desconozco ahora el tren se movía un poco más y entonces la valija que la chica sostenía con la pierna se desplazaba, yendo y viniendo, como si tuviera marcado un recorrido atrevido entre su short y mis ojos.
Ella seguía mirando el teléfono, molesta, enojada. El, compenetrado en el suyo aunque de a ratos levantaba la vista. La observaba, pasaba por alto su posición desafiante como si no quisiera dar el brazo a torcer y me miraba a mí, que rápidamente me refugiaba en la pantalla táctil de mi teléfono. Seguimos así un par de estaciones más hasta que me di cuenta que me estaban usando, ella me estaba usando, de eso no quedaban dudas. La valija, las piernas, la piel suave y bronceada, el movimiento lento y estudiado de su valija que la hacía abrir y cerrar las piernas, el que la miraba enojado, desafiante, que me observaba a mi. La mire mirarme, el movimiento del tren era apenas perceptible pero al mismo tiempo creaba cierta cadencia, cierto movimiento suave, algo que no podía determinar pero que era casi como la respiración aletargada de un sueño que no había empezado aun. La mire mirarme, el tren, la piel bronceada, el short raido con cuidado, la valija sigilosa de ruedas siliconadas y lustrosas. Sostuvimos la mirada hasta que entramos en un túnel muy corto que nos dejo parpadeando en la oscuridad. Recuperamos la luz y ella miraba el telefono otra vez. El ya no estaba. El asiento vacio, los lentes de sol deformados apoyados ahí vibraban con el movimiento del tren que seguía camino al aeropuerto, lo busque con la vista, no pude encontrarlo. Observe los anteojos, desvencijados, sin un vidrio, levante la vista y volvi a encontrarme con sus piernas y mas arriba con su remera sin mangas y mas arriba todavía con sus ojos que parecían seguirme. Incline la mirada a los lentes como si pudiera de alguna forma señalarlos  y volvi a mirarla. Se encogio de hombros. Tome los anteojos tratando de que no se desarmaran y se los acerque. Los tomo como si estuvieran contaminados, bajo una de sus piernas al piso, estiro la otra aun mas y se inclino hacia mi como si fuera a decirme algo. La remera sin mangas, blanca, siguió la gravedad hasta dejarme de frente con su pecho soleado, olia rico, no era linda precisamente, no era fea tampoco, todo dependía del angulo de la remera, del sol que la había bronceado, del perfil que mostraba, del pelo como se acomodaba, del movimiento del tren.
Puso los lentes en el bolsillo delantero de la mochila y con la mano derecha los aplasto como si fueran una legión de indeseables cucarachas. La violencia del golpe me hizo tirarme hacia atrás. Apenas sonrió, fue un movimiento casi imperceptible estirando los labios a los costados y un milímetro hacia arriba, duro un microsegundo y volvió al gesto de siempre. Tomo su posición inicial y se metió de nuevo en la pantalla de su teléfono. EL tren se fue desacelerando como si el aire se hiciera espeso y ya no pudiera atravesarlo. Las puertas se abrieron al espacio de llegada, todos comenzaron a bajar, ella se puso de pie, se ató el pelo con un giro extraño y sin dejar de mirarme salió al andén. Tome mi valija y la puse a un costado, me pare siguiendo su short y sus piernas con la vista, Salí del vagón y camine detrás de ella que avanzaba sola, iba rápido, apurada por llegar a las cintas mecánicas, apure el paso sin saber para qué exactamente y sentí que me tomaban del hombro. Sorprendido me di vuelta y quede inmóvil. El muchacho que había subido con ella me tomaba del hombro y me sonreía. Lo mire, sin comprender, paralizado, sintiéndome culpable y tonto a la vez. Levanto su mano derecha y me dio los lentes destruidos, ya sin vidrio, apenas unos alambres retorcidos y aplastados. Lo observé sin comprender.
- Son suyos, se le cayeron recién, no creo que tengan solución. – me dijo en un perfecto inglés afrancesado.
Los tome, por educación, porque no supe que otra cosa hacer. Sonrió, se dio vuelta y salió urgente hacia la cinta transportadora.

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