Unos tipos se jugaban la vida detrás de una pelota en un ballet espontáneo y a la vez gracioso. Yo los miraba porque mi auto estaba parado justo en el semáforo al lado del pedazo de plaza que hacia de cancha. Un par de piedras, un pelota, unas bicicletas desparramadas en el suelo y mucho amor propio en cada jugada. Eran obreros de alguna fábrica cercana porque el uniforme marrón los delataba, algunos tenían la camisa puesta y otros pertenecían al equipo de los descamisados. No era un partido cualquiera, no para ellos supongo, tenia la magia particular que transmite la pelota cuando se pone en movimiento. Cada giro de uno de sus cascos, cada vuelta de su cuerpo esférico, cada impulso que recibe construye de la nada estadios enormes, públicos entusiastas, jugadas espectaculares y equipos millonarios aunque los que no jugamos sigamos viendo pisos gastados en una plaza de ciudad.
Los tipos jugaban y jugaban, sin importar que la ciudad no estuviera enterada, que los diarios no dijeran nada y que mañana no se comentara en la radio.
Verde. Las bocinas empezaron a empujarme y tuve que ceder al movimiento de los demás autos. Los dejé jugando y mi cabeza se quedo con ellos.
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