La ultima vez que vi Paris estaba apoyada sobre la mesa de luz de mi papá, recortada como si fuera una obra de arte cuidadosamente seccionada con esas tijeras que tienen las hojas como si fueran los dientes de un cocodrilo metálico. París reposaba al pie del velador y a mi me parecía una imagen casi religiosa, la vela era ahora un velador; el santo tenía el rostro de la torre Eiffel. París estaba llena de luces, amarillas, potentes, remarcando con fuerza la silueta de las calles. La torre se sumaba al amarillo anaranjado eléctrico del neón y dejaba el cielo negro y oscuro como si hubiera desaparecido.
La última vez que ví París no me pareció gran cosa, un pedazo cualquiera de una ciudad cualquiera, tal y como se vería esa ciudad que uno eligiera si tuviera 15 por 15 centímetros. Calles, esquinas, luces, autos, árboles, se distinguían, iguales a los que había visto en otros lados. Borrachos, pobres, ciegos, olvidados, abandonados, podía imaginar, iguales a los que había visto en otros lados. Ya conocía París, la había visto tantas veces que cerrando los ojos podía recorrer las calles de esa noche inmortalizada, cruzar lentamente las esquinas esquivando los autos, recorrer las veredas anchas, subirme el cuello de la campera para espantar el viento helado, llegar a la torre y esperar el ascensor para subir y espiar desde ahí lo que quedo fuera de la foto, lo que se perdió entre los dientes del cocodrilo metálico de mi papá. De todas formas para mi, París era eso y no mucho más, sin embargo el lugar privilegiado que ocupaba en esa liturgia pagana del velador, los deseos y la tijera, la ponían a la altura de esos misterios que no tienen explicación racional pero que están irremediablemente atados a lo imposible.
La última vez que vi París había un libro haciéndole compañía. Vigilante y atento, a un costado, desde la tapa bordó se escapaban doradas las letras y el nombre del autor.
Otra vez París me pareció que no era un sueño, ni el paraíso, ni el cielo, ni siquiera era un secreto y se lo dije a papá.
Es que Paris... era una fiesta, me dijo. Corrió la foto, encendió el velador, levantó el libro como si fuera parte de esa ceremonia sagrada y me lo puso en las manos.
La ultima vez que vi Paris tenía las tapas bordo, las letras doradas y los ojos de Hemingway.
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